XXXI Domingo T.O. B
3-XI-2024
«¿Qué mandamiento es el primero de todos?» (Mc 9,7)
El libro del Deuteronomio nos recuerda el primero de los mandamientos: el amor a Dios. Lo hace llamando la atención, con un «escucha, Israel», que suena como una trompeta que rompe la monotonía de otros ruidos. Es el momento de prestar atención a la única llamada decisiva: «escucha, Israel». En un segundo momento, da la razón del mandamiento: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo». Porque si hemos de amar a Dios, es porque es Dios. Muchos podrán reclamar el amor de nuestro corazón, unos con razón y otros sin ella, pero un amor absoluto solo Dios puede reclamarlo. Nuestro propio corazón puede inclinarse a amar muchas cosas, pero un amor por encima de todo, con justicia solo puede darlo a Dios. Y este Dios es solo Uno: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo». Esta afirmación evoca lo que Israel sabe por experiencia: solo Uno se ha mostrado como verdadero Dios, salvándolo de la esclavitud, lo ha hecho por amor, y así se ha hecho suyo, su Dios. Este es el fundamento del primero de los mandamientos: hay un solo Dios y ese Dios nos ha hecho suyos amándonos, con un amor que nos salva. Por tanto, ¿A quién vamos a entregar nuestro corazón sino solo a este Dios? Por tanto, dice el Deuteronomio: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Al Dios absoluto, que nos ama, le debemos lo que no debemos a ningún otro ser: un amor con todo el corazón, con toda el alma, con toda la fuerza de nuestro pobre ser.
En el Evangelio, le preguntan a Jesús por el principal de los mandamientos. Hay que darse cuenta de que preguntar por el principal de los mandamientos es preguntar qué es lo decisivo para que el hombre tenga una vida lograda. Es muy fácil una vida malograda, que termina siendo una desgracia, que acaba en nada, la vida de quien dice al final: «más me valdría no haber nacido». Es una experiencia que muchos tienen al final de su vida. La pregunta por el principal de los mandamientos es la pregunta sobre cómo dirigir la vida de forma que sea una vida lograda. No es una beatería, es algo en lo que nos lo jugamos todo. Imagina que tu hijo te preguntase: «Papá, ¿qué debo hacer para conseguir una vida feliz? ¿Qué debo hacer para que cuando llegue la hora de la muerte pueda sentirme satisfecho? ¿Qué debo hacer para que después de vivir, pueda considerar que mi vida ha sido valiosa?» Tu hijo te hace esta pregunta todos los días cuando mira cuáles son tus prioridades cotidianas; y tú le respondes no con palabras, sino con tu vida, dando prioridad a esto o a aquello.
En las palabras y en la vida de Jesús encontramos la única respuesta adecuada: «“Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”». Y: «“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos».
Jesús responde con dos mandamientos. Con el mandamiento del Deuteronomio, y con lo que estaba escrito en otro libro del Antiguo Testamento, en el Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No inventa palabras nuevas, repite exactamente las palabras que ya habían sido pronunciadas como palabra de Dios. Pero sí hace dos cosas originales, dos al menos: une los dos mandamientos y los revela como inseparables. Le han preguntado por el mandamiento principal, y él dice: «He aquí el primero… y el segundo… No hay mandamiento mayor que estos». En la cruz expresa, incluso externamente, la unidad de estos dos amores, cuando extiende su cuerpo sobre el mástil clavado en la tierra que se eleva hacia el cielo, y sobre el madero horizontal que busca abrazar el mundo entero.
Otra cosa original: Jesús cumple con tal perfección el doble mandamiento del amor, que él mismo, se convierte para nosotros en la fuente del amor y en un mandato para amar. Mirarlo a él es beber su amor y escuchar el mandamiento doble del amor. El amor es tan real en la humanidad de Cristo, en su carne, en la Eucaristía, que, si lo miramos, escucharemos de su humanidad amante el mandato imperioso de amar. Su humanidad amante nos obliga a amar, ¡y nos capacita para amar! Su humanidad amante, en la cruz, en la Eucaristía, es una fuente donde bebemos su amor y somos capacitados para el amor. El doble mandato del amor ya no son palabras, es Cristo que nos llama a sí. Acerquémonos siempre a este manantial, presente en la Eucaristía.
Con este doble mandamiento, Cristo ha llevado su humanidad a la perfección. «He aquí el hombre», va a decir Pilato con tono sarcástico al verlo destrozado después de la flagelación. Pero lo cierto es que él, destrozado por amor, entregado por amor, se convierte en el hombre verdadero, el hombre perfecto que nos introduce en el cielo. Esta es la respuesta. Él es la respuesta: Cristo crucificado por amor es la respuesta que tu hijo necesita escuchar y ver en ti, la respuesta al reto de la vida.
Nuestra vida, con todo lo que en ella hay de gozo y de sufrimiento, también de aparentes fracasos, llega a ser plena vida humana, digna de ser vivida, solo si participa de este amor que ha vencido la muerte y nos ha ganado la vida de Dios. El amor del crucificado da belleza, bondad, fecundidad y santidad a nuestra vida, solo el amor. ¡Es la belleza con la que nos atrae la cruz! ¡La bondad con la que nos atrae la vida de los santos! Es el amor de la cruz, no palabras azucaradas, sino la entrega hasta el sacrificio en la educación de mis hijos, el servicio en mi trabajo a hombres ingratos, el perdón de las ofensas de los amigos que quiero y me han dado de lado, la disculpa de las debilidades de mi esposo, la paciencia con el pecado de mis vecinos, la mansedumbre con los enemigos.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
P. Enrique Santayana C.O.
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Homilía, 3-XI-2024
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares, Madrid
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Alcalá de Henares, Madrid