II Dom T.O. C
19-I-2025
«Como se regocija el marido con su esposa,
se regocija tu Dios contigo» (Is 62,5)
El domingo pasado contemplábamos cómo Cristo tomaba sobre sí el peso de la humanidad, el peso del pecado y de la muerte. El que se había hecho hombre en el seno de María entraba en las aguas del Jordán no como un pecador más, sino como el que lleva el pecado de todos, adelantando su muerte por todos. Solo el amor le obligaba.
Hoy avanzamos en este misterio de amor, porque lo que se nos revela es que Dios nos ama de tal modo que ha dispuesto la unión esponsal con el hombre. «El Señor te prefiere a ti», le grita Isaías al Pueblo de Dios, «el Señor te prefiere a ti». No es la voz de un hombre enamorado, sino la voz del Dios todopoderoso, enamorado, decidido a desposarse con su pueblo, en un pacto de amor eterno. Un esposo hace partícipe a su esposa de todo lo que tiene y, sobre todo, de los bienes de su alma. Es lo que Dios ha decidido: introducirnos en lo íntimo de su morada, para entregarnos lo que tiene y lo que es. Y para que más nos admiremos, Dios declara que en este llevarnos a su intimidad y entregársenos por entero él encuentra su gozo: «Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo».
El desposorio anunciado en Isaías entre Dios y su Pueblo será realizado por Jesús. Él es 1) el Hijo de Dios que se ha hecho hombre para participar de nuestra condición; 2) el que ha tomado nuestro pecado para llevar él nuestra muerte y salvarnos de la muerte; y 3) el que nos introduce en lo más íntimo de su casa, como verdadero esposo, para darnos todos los bienes de su ser. En el primer milagro que Jesús hace, el signo de las bodas de Caná, esto es lo que se anuncia: el desposorio entre el hombre y Dios. El desposorio entre Cristo y tu alma.
Vayamos al Evangelio según san Juan. Estamos en la primera semana de la manifestación pública de Jesús, en los primeros siete días que dan inicio a su obra. En el Jordán Dios lo ha señalado como su Hijo (Cf.: Jn 1, 31-34); el Bautista lo ha señalado como el Cordero de Dios (Cf. Jn 1,36); Jesús ha elegido a los primeros discípulos (Jn 1,37-51); y, tras llamar a Andrés y a Natanael, al tercer día, llega el día séptimo y el singo de Caná. Tenemos que resaltar dos números: el siete y el tres. El siete nos habla de la semana de la creación y el tres de la resurrección. Toda la vida de Cristo está aquí anunciada como la obra de una nueva creación, que concluye en los tres días en los que padece la muerte en la cruz y abre la intimidad del seno de Dios en la resurrección. El signo realizado por Cristo en Caná expresa la meta de su obra: llevarnos a una unión amorosa con él, un desposorio, en el que se derrocha el vino porque la alegría del amor es incalculable.
Había una boda en Caná de Galilea a la que había sido invitada María y a la que acuden también Jesús con los primeros discípulos. María, atenta a las necesidades de todos, hace notar a su Hijo que se acaba el vino, fundamental para la fiesta: «No tienen vino». Jesús responde con unas palabras que nos parecen misteriosas: «Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Llama a su madre «mujer». Acordaos del libro del Génesis, después del pecado, cuando Dios le dice a la serpiente: «pongo hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya. Ella [la mujer] te pisará la cabeza, mientras tú acechas su calcañar». Acordaos ahora también de las palabas de Jesús en la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», dice señalando a Juan y en Juan a todos los creyentes. En las bodas de Caná Jesús llama “mujer” a su madre y así la muestra como la Nueva Eva, que va a colaborar en su obra hasta dar a luz la nueva humanidad, cosa que ocurrirá en el momento de la cruz y la resurrección. Ese momento de la muerte y la resurrección lo llama Jesús «mi hora», porque es la obra que le ha encargado el Padre.
«Mujer», le dice. Y sigue: «¿qué tengo yo que ver contigo?». Esto se ha interpretado mal muchas veces. Si traducimos más literalmente el texto griego leeremos algo como: ¿qué hay entre tú y yo?, ¿qué hay entre nosotros? Es decir: ¿cuál es nuestro vínculo? Esas palabras llevan a María a entender más profundamente el vínculo maternal con su Hijo. Es como si Jesús le dijera: «Tú eres mi madre y vas a ser la Mujer, la Nueva Eva, la Madre de los creyentes, con la que llevaré a cumplimiento la obra redentora, la nueva creación, cuando llegue mi hora. Pero esa hora aún no ha llegado».
María está adiestrada en escuchar a quien es la Palabra. Ella es quien ha escuchado y guardado la Palabra de Dios hasta darle la humanidad que ahora es la humanidad de Dios. Así que, cuando escucha las palabras de su Hijo, las acoge y responde conforme a la misión que su Hijo le acaba de dar, la misión de ser la Mujer, la Nueva Eva, la Madre de los creyentes. Y dice: «Haced lo que él os diga». Es una respuesta de fe y nos muestra el camino de la fe obediente. Ya no habla solo como la madre de Jesús, sino como la madre de Jesús que colabora en su obra y viene a ser la madre de los creyentes.
Entonces, Jesús realiza el signo con el que adelanta su hora: cuando él esté en la cruz y María junto a él; cuando él resucite y María sostenga con su oración a la humanidad recreada por su Hijo. El vino se había acabado y solo quedaban las tinajas, también vacías, destinadas a las purificaciones rituales de los judíos, el camino de purificación que el hombre necesita emprender. Es un camino duro, por él el hombre no llega a Dios, pero se pone en situación de que Dios lo alcance. Es lo que ocurre aquí: Jesús no rechaza aquellas tinajas de las purificaciones, sino que manda llenarlas, pero es él quien trae del cielo el don del amor divino que desposa al hombre. Es él quien trae el amor divino, que se expresa en el vino generoso, sobreabundante, unos seiscientos litros, algo totalmente desproporcionado para una boda. Vino sobreabundante y bueno, el mejor vino. Lo había anunciado Isaías, Jesús lo cumplirá con su muerte y resurrección, y lo anticipa en el signo de Caná: «Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte [Sión], un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; […] vinos refinados» (Is 25,6).
El vino hace referencia a la sangre de Cristo, al modo con el que nos hace suyos. Porque Cristo no nos toma con la imposición de su poder, sino con la fuerza de su amor que se entrega hasta derramar su sangre. El vino hace referencia a su sacrificio, pero también a la alegría del amor que se da, que conquista nuestro amor y nos toma con un vínculo de amor eterno: «Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo». Con el signo del vino excelente y sobreabundante Jesús presenta a su Madre, como Madre de los Creyentes, como Nueva Eva, que nos indica el camino: «Haced lo que él os diga»; y se presenta a sí mismo como el Esposo de la Iglesia, el Esposo divino del alma, que nos quiere con él, que se alegra al entregarnos su vida y ganar la nuestra.
Una última cosa: no perdamos de vista que lo que Jesús anticipa con el signo del vino en las bodas de Caná, lo que realiza en la cruz y en la resurrección, se actualiza en cada Misa: María está junto al altar; y en el altar, Cristo renueva su entrega amorosa, hasta que nos introduzca definitivamente en sus moradas.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.