III Dom. C – 26-I-2025
«Todos los ojos estaban fijos en Él» (Lc 4,20)
Israel sabe que debe escuchar a Dios. La primera lectura nos trae a la memoria un momento duro de la vida de Israel, a la vez, lleno de expectativas. Años atrás, el pueblo judío había olvidado las obras de Dios y el camino de la Ley que Dios le proponía, para entregarse a los ídolos, es decir, para hacerse mundano. Tenemos siempre esta tentación: Dios nos propone un camino que nos eleva hasta el cielo, que nos hace celestes, pero a nosotros nos tira la tierra, tenemos un corazón mundano. A pesar de que los profetas hacían oír la voz de Dios para reclamar su corazón, Judá no quiso oír. La consecuencia fue la destrucción total de su tierra y un duro destierro en Babilonia. Pero pasados setenta años, Dios movió el corazón de Ciro, para que su pueblo pudiera volver y reconstruir Jerusalén, sus casas y el Templo. Un salmo refleja el tono espiritual de esta vuelta: «Al ir, se va llorando… Al volver, se vuelve cantando». Pero la tierra estaba arrasada, las ciudades destruidas, la pobreza era grande, y los enemigos acechaban los pasos de los que habían vuelto del destierro. La alegría de la vuelta no podía hacer desaparecer los peligros, la pobreza y la dificultad.
Esdras era un sacerdote y escriba venido también del destierro y se había convertido en el jefe del pueblo. Es un día de otoño y convoca al pueblo en la Plaza del Agua, en Jerusalén, allí lleva el libro de la Ley. Lleva la voz de Dios hasta el corazón del pueblo, para que el pueblo eleve su corazón hacia el único que le da consistencia y diga con otro salmo: «Tú, Señor, tú eres nuestro refugio». Hemos escuchado que el pueblo lloraba al escuchar la palabra de Dios. Y solo alcanzaban a responder: «Amén. Amén». La situación que os he descrito explica esta conmoción del corazón, que aunaba dolor por el pecado, conciencia de necesidad de Dios, agradecimiento porque Dios no les ha olvidado y vuelve a dirigirles su Palabra. Solo así recobran el ánimo necesario para comenzar a reconstruir su nación y sus familias. La conmoción de volver a escuchar la Palabra de Dios y de recomenzar los abre a la alegría: «Este es un día consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis». Y la alegría fortalece los vínculos de los hombres, los saca del aislamiento individual, para afrontar la ardua obra que tenían por delante.
En el día consagrado a Dios, día dedicado a elevar el corazón a él, parando de la actividad cotidiana, para reconocer que solo Dios da estabilidad y sentido al trabajo del hombre, que sin él no hay alegría, Jesús acude con todo su pueblo a la sinagoga. Cada sábado los judíos se reunían en las sinagogas de cada ciudad y allí escuchaban de nuevo las palabras que resumían la Ley: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas…». Y cada sábado volvían a leer algún pasaje de la Ley y de los profetas. Y después, escuchaban una explicación y una exhortación. Jesús está comenzando su vida pública y vuelve al pueblo donde ha crecido, a Nazaret. Y tal como había hecho cada sábado desde niño, acude a la sinagoga. Por ahora, todo entra dentro de esta normalidad en la que Israel vuelve a Dios. Jesús se levanta para hacer la lectura y toma el volumen, el rollo, del profeta Isaías, lo desenrolla y busca el pasaje que quiere leer. Lo encuentra. Es un pasaje que describe al Mesías como ungido con el Espíritu de Dios, esto es: elegido, capacitado con su fuerza divina y enviado para una misión. En concreto, para llevar su palabra, un profeta. Os recuerdo que Jesús ha recibido en su bautismo la unción del Espíritu Santo y que el evangelista ha dicho poco antes que Jesús había vuelto a Galilea «con la fuerza del Espíritu». Pero a ojos de sus paisanos por ahora todo transcurre dentro de esa normalidad religiosa del sábado. Jesús lee el pasaje que ha buscado: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor».
Lo lee en pie, como era la costumbre. Después de leerlo vuelve a enrollar el volumen, se lo da al ayudante de la sinagoga. Ahora le tocaría sentarse y hacer un comentario del pasaje y una exhortación. Dice san Lucas: «Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él». Era necesaria esta atención para la explicación, y dice: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Jesús se hace a sí mismo la explicación del texto. Jesús se convierte en el comentario, en el cumplimiento y en la plenitud de sentido de la Escritura. Es como si les dijese: hasta ahora habéis escuchado las promesas de Dios, promesas dirigidas a un futuro desconocido. Ahora, Dios os da el cumplimiento de las promesas. Yo soy el cumplimiento de las promesas. Yo soy el profeta ungido por Dios con la fuerza de su Espíritu. A los pobres, a los que no tienen a Dios, yo les traigo a Dios. A los cautivos y oprimidos por la vieja esclavitud del pecado y de las pasiones, yo les traigo la gracia de Dios, que libera y eleva por encima del peso de la condición terrena. A los ciegos, que no ven la meta ni el camino de la vida, yo, la luz del mundo, les traigo el conocimiento de la verdad y me convierto en camino que lleva a la vida. Yo traigo el año de gracia de Dios, el tiempo en el que la misericordia divina limpia el corazón del hombre, lo hace agradable a él y lo eleva. Mi vida entera es ese año de gracia. Ahora, si de veras queréis escuchar a Dios, debéis escucharme a mí y seguirme a mí.
El próximo domingo veremos la reacción de los paisanos de Jesús. Pero ahora debemos entender que estas palabras se dirigen a nosotros. Nosotros vivimos en el hoy de Jesús. No vivimos después de Jesús, sino en su hoy, porque él está vivo. Resucitado y vivo. El hoy de la gracia de Jesús se prolonga hasta su segunda venida y somos nosotros los que tenemos que responder a Cristo. Si queréis, podéis clavar en él vuestra mirada, porque él está presente, realmente presente, sacramentalmente presente. Podéis clavar en él la mirada del alma y responder: «Amén. Amén».
Sí, Señor, quiero que traigas a mi alma la presencia de Dios, sin la cual soy el más pobre de tus criaturas. Sí, Señor, necesito que me liberes de las esclavitudes de mis pasiones y pecados. Sí, Señor Jesús, necesito tu gracia y la quiero. Quiero que limpie mi pecado y recree mi corazón, y me dé un corazón puro, capaz de verte, de oírte y de seguirte hasta Dios. Sí, Señor Jesús, «tú eres nuestro refugio». Tú eres mi refugio. Sí, amén, tú, Jesús, eres la luz de mis ojos.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía. III Domingo TO C
26 de enero, 2025
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares
26 de enero, 2025
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares