Un amor desconocido
Homilía del del 3 de febrero del 2019
(IV Domingo T.O. – C)
(IV Domingo T.O. – C)
«La caridad no perecerá jamás»
1 Cor 13,8
Quiero empezar comentando las palabras de san Pablo porque suscitan una gran atracción, también entre los no cristianos, pero su sentido queda muchas veces velado.
Hay que referir las palabras de san Pablo a su discurso completo. Viene hablando de los dones del Espíritu Santo con los que Dios enriquece a su Iglesia, como a un Cuerpo Único. Recordad que leíamos el domingo pasado aquella descripción de la Iglesia como un solo Cuerpo. Bien, pues después de hablar de los distintos dones (carismas = gracias) con los que Dios enriquece a su Iglesia, san Pablo viene a decir: y ahora os voy a hablar del don más excelente, la gracia más preciosa. Literalmente dice: «Aspirad a los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente». Esto es, os voy a decir cuál es la mayor gracia de debéis ambicionar y suplicar a Dios. Y entonces empieza a hablar del amor.
El amor es, a un tiempo, un carisma, un don, una gracia de Dios, y también un camino, un camino hacia Dios, la fuente y el fin de todo amor verdadero. San Pablo compara este amor con el conocimiento más profundo: «si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber»; con la fe más entregada: «si tuviera fe para mover montañas»; con la ética más heroica: «si repartiera todos mis bienes entre los necesitados o si entregara mi cuerpo a las llamas». El caso es que al comparar el amor con la fe más prodigiosa o con los gestos más heroicos, el amor sale ganando, es el único camino que llega a la meta, todo lo demás no basta: «si no tengo amor, no soy nada», «si no tengo amor, de nada me serviría». Santa Teresa de Lisieux añadirá: «Los dones más perfectos son nada sin el amor».
Ahora bien, san Pablo tenía mucho interés en que los corintios no confundiesen el amor del que él habla con cualquier amor. Por eso no usó la palabra con la que se solía hablar del amor (eros) entre los hombres de cultura griega a los que se dirige, sino que usó otra palabra (agape), una palabra que ya había sido usada en la ya entonces antigua versión griega del antiguo testamento, pero que en la época de san Pablo había caído en desuso. Usando este agape quería dar a entender que él hablaba de un amor nuevo. No era el amor conocido en toda cultura humana, que por cruel que sea, siempre conoce el amor: el de los esposos, el de los padres e hijos, el de los amigos, el de la patria, el amor lícito o el ilícito, el amor generoso o el impuro…). Él quiere hablar de un amor nuevo, un amor desconocido en el mundo, un amor que no existía en el mundo hasta que Cristo lo trajo del cielo y le dio carne.
Juzgad vosotros si este amor se encuentra en el mundo o no es más bien el amor divino que Cristo trajo del cielo:
1 Cor 13,8
Quiero empezar comentando las palabras de san Pablo porque suscitan una gran atracción, también entre los no cristianos, pero su sentido queda muchas veces velado.
Hay que referir las palabras de san Pablo a su discurso completo. Viene hablando de los dones del Espíritu Santo con los que Dios enriquece a su Iglesia, como a un Cuerpo Único. Recordad que leíamos el domingo pasado aquella descripción de la Iglesia como un solo Cuerpo. Bien, pues después de hablar de los distintos dones (carismas = gracias) con los que Dios enriquece a su Iglesia, san Pablo viene a decir: y ahora os voy a hablar del don más excelente, la gracia más preciosa. Literalmente dice: «Aspirad a los carismas mejores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente». Esto es, os voy a decir cuál es la mayor gracia de debéis ambicionar y suplicar a Dios. Y entonces empieza a hablar del amor.
El amor es, a un tiempo, un carisma, un don, una gracia de Dios, y también un camino, un camino hacia Dios, la fuente y el fin de todo amor verdadero. San Pablo compara este amor con el conocimiento más profundo: «si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber»; con la fe más entregada: «si tuviera fe para mover montañas»; con la ética más heroica: «si repartiera todos mis bienes entre los necesitados o si entregara mi cuerpo a las llamas». El caso es que al comparar el amor con la fe más prodigiosa o con los gestos más heroicos, el amor sale ganando, es el único camino que llega a la meta, todo lo demás no basta: «si no tengo amor, no soy nada», «si no tengo amor, de nada me serviría». Santa Teresa de Lisieux añadirá: «Los dones más perfectos son nada sin el amor».
Ahora bien, san Pablo tenía mucho interés en que los corintios no confundiesen el amor del que él habla con cualquier amor. Por eso no usó la palabra con la que se solía hablar del amor (eros) entre los hombres de cultura griega a los que se dirige, sino que usó otra palabra (agape), una palabra que ya había sido usada en la ya entonces antigua versión griega del antiguo testamento, pero que en la época de san Pablo había caído en desuso. Usando este agape quería dar a entender que él hablaba de un amor nuevo. No era el amor conocido en toda cultura humana, que por cruel que sea, siempre conoce el amor: el de los esposos, el de los padres e hijos, el de los amigos, el de la patria, el amor lícito o el ilícito, el amor generoso o el impuro…). Él quiere hablar de un amor nuevo, un amor desconocido en el mundo, un amor que no existía en el mundo hasta que Cristo lo trajo del cielo y le dio carne.
Juzgad vosotros si este amor se encuentra en el mundo o no es más bien el amor divino que Cristo trajo del cielo:
El amor es paciente, es benigno;
no tiene envidia, no presume, no se engríe;
no es indecoroso ni egoísta;
no se irrita;
no lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta.
El amor no pasa nunca.
no tiene envidia, no presume, no se engríe;
no es indecoroso ni egoísta;
no se irrita;
no lleva cuentas del mal;
no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta.
El amor no pasa nunca.
Este es el amor que Cristo ha traído del cielo y con el que nos ha amado. Solo quien lo toma de él puede amar así. Es un don traído del cielo y, a la vez, el camino para seguirlo y alcanzarlo. Ha dicho san Pablo que este amor no pasa nunca, esto es, que no es destruido. ¿Vosotros conocéis algún amor que no se agote, que no decaiga poco a poco a causa de la propia debilidad, a causa de la desilusión de no ser correspondido, o a causa de la muerte, que rompe todo vínculo de amor? Solo el amor de Cristo, que ha vencido la muerte. Su amor se ha hecho sacrificio y oblación perfecta y ha vencido a la muerte, se ha hecho Eucaristía y así un amor vivo, siempre presente en cada altar de cada iglesia, siempre vivo en el altar del cielo, siempre vivo ante Dios y ante los hombres, siempre disponible, siempre a punto para ser tomado, hecho pan.
Por eso san Pablo, después de describir este amor nuevo, nos lanza directamente hacia el cielo, donde solo el amor pervivirá: «Las profecías se acabarán […] el conocimiento se acabará […] Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios. En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor».
La más grande es el amor. Pero san Pablo cita al final juntas la fe, la esperanza y el amor, porque estas tres van siempre de la mano. Las tres son dadas por Dios, por eso las llamamos “virtudes teologales”, son dadas por él y en último término se dirigen a él. La fe es un don de Dios y dirige nuestra alma hacia él. La fe nos da la certeza de que Dios nos ama y así estimula en nosotros el amor y la esperanza. La fe es el principio de la vida cristiana. Sin ella no existe ni el amor ni la esperanza. La esperanza nos lanza hacia la eternidad de Dios, lanza nuestro amor imperfecto aún, hacia la eternidad. Ahora nuestro amor no posee a Dios, en la eternidad lo poseerá, de alguna forma, porque Dios es siempre más grande. Ahora aún no somos del todo de Dios, su amor no nos posee del todo, hay muchos recovecos en nuestra existencia que se le resisten. Cuando alcancemos el cielo, tras ser purificados y perfeccionados por el sufrimiento, por la espera, por el purgatorio… por el mismo amor de Dios, entonces seremos todo de Dios, como el Hijo es todo de Dios. Entonces amaremos y seremos amados. ¡Eternamente! ¡Para siempre! Hasta allí nos llevan la fe, la esperanza y la caridad. Allí reinará la caridad. Todo lo demás pasará.
Pero he dicho antes que este amor es traído por Cristo y solo quien lo toma de él puede poseerlo. ¿Cómo tomamos, cómo hacemos nuestros los dones de Cristo? Por la fe. Por la fe nos unimos a Cristo y por la fe hacemos suyos sus dones. Por eso he dicho también que la fe es el principio de la vida cristiana y que sin ella no es posible el amor. El evangelio nos coloca ante la decisión de la fe. Los de la sinagoga de Nazaret, que conocían a Jesús desde la infancia, aunque en un primer instante se alegraron al oír sus palabras «de gracia», al final no creyeron que Jesús era el Mesías prometido y él se abrió paso entre ellos y se marchó. Era su gente, sus amigos, sus parientes, todos conocidos, los amaba a todos y nada pudo hacer por ellos, porque no le dieron fe. La incredulidad aleja a Jesús, la incredulidad aleja a quien nos trae el amor de Dios.
También nosotros debemos acoger o alejar a Jesús. Yo no solo leo o explico el Evangelio, al final acojo a Cristo con la fe o lo alejo con la incredulidad. Vosotros no solo escucháis el Evangelio, al final, lo acogéis con la fe o lo alejáis con la frialdad de la falta de fe. No somos meros narradores o espectadores del Evangelio, lo queramos o no cada día tomamos partido, cada día acogemos con fe o alejamos con la incredulidad a Cristo.
Que Santa María nos ayude a acoger con fe a su Hijo. Lo conocemos desde niños y él se ha hecho tan cercano a nosotros y tan cotidiano que parece uno más. Que Santa María nos ayude a creer en él, a reconocer en él a Dios que nos trae la salvación, que nos trae el perdón, que nos trae un amor que nosotros no tenemos. Que Santa María nos ayude a reconocer en él a Dios, que nos trae el fuego del amor verdadero, el único amor que vence la muerte, el único amor que durará siempre.
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado.
P. Enrique Santayana C.O.
Por eso san Pablo, después de describir este amor nuevo, nos lanza directamente hacia el cielo, donde solo el amor pervivirá: «Las profecías se acabarán […] el conocimiento se acabará […] Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios. En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor».
La más grande es el amor. Pero san Pablo cita al final juntas la fe, la esperanza y el amor, porque estas tres van siempre de la mano. Las tres son dadas por Dios, por eso las llamamos “virtudes teologales”, son dadas por él y en último término se dirigen a él. La fe es un don de Dios y dirige nuestra alma hacia él. La fe nos da la certeza de que Dios nos ama y así estimula en nosotros el amor y la esperanza. La fe es el principio de la vida cristiana. Sin ella no existe ni el amor ni la esperanza. La esperanza nos lanza hacia la eternidad de Dios, lanza nuestro amor imperfecto aún, hacia la eternidad. Ahora nuestro amor no posee a Dios, en la eternidad lo poseerá, de alguna forma, porque Dios es siempre más grande. Ahora aún no somos del todo de Dios, su amor no nos posee del todo, hay muchos recovecos en nuestra existencia que se le resisten. Cuando alcancemos el cielo, tras ser purificados y perfeccionados por el sufrimiento, por la espera, por el purgatorio… por el mismo amor de Dios, entonces seremos todo de Dios, como el Hijo es todo de Dios. Entonces amaremos y seremos amados. ¡Eternamente! ¡Para siempre! Hasta allí nos llevan la fe, la esperanza y la caridad. Allí reinará la caridad. Todo lo demás pasará.
Pero he dicho antes que este amor es traído por Cristo y solo quien lo toma de él puede poseerlo. ¿Cómo tomamos, cómo hacemos nuestros los dones de Cristo? Por la fe. Por la fe nos unimos a Cristo y por la fe hacemos suyos sus dones. Por eso he dicho también que la fe es el principio de la vida cristiana y que sin ella no es posible el amor. El evangelio nos coloca ante la decisión de la fe. Los de la sinagoga de Nazaret, que conocían a Jesús desde la infancia, aunque en un primer instante se alegraron al oír sus palabras «de gracia», al final no creyeron que Jesús era el Mesías prometido y él se abrió paso entre ellos y se marchó. Era su gente, sus amigos, sus parientes, todos conocidos, los amaba a todos y nada pudo hacer por ellos, porque no le dieron fe. La incredulidad aleja a Jesús, la incredulidad aleja a quien nos trae el amor de Dios.
También nosotros debemos acoger o alejar a Jesús. Yo no solo leo o explico el Evangelio, al final acojo a Cristo con la fe o lo alejo con la incredulidad. Vosotros no solo escucháis el Evangelio, al final, lo acogéis con la fe o lo alejáis con la frialdad de la falta de fe. No somos meros narradores o espectadores del Evangelio, lo queramos o no cada día tomamos partido, cada día acogemos con fe o alejamos con la incredulidad a Cristo.
Que Santa María nos ayude a acoger con fe a su Hijo. Lo conocemos desde niños y él se ha hecho tan cercano a nosotros y tan cotidiano que parece uno más. Que Santa María nos ayude a creer en él, a reconocer en él a Dios que nos trae la salvación, que nos trae el perdón, que nos trae un amor que nosotros no tenemos. Que Santa María nos ayude a reconocer en él a Dios, que nos trae el fuego del amor verdadero, el único amor que vence la muerte, el único amor que durará siempre.
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado.
P. Enrique Santayana C.O.
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Homilía del 3 de febrero del 2019 en la Iglesia del Oratorio de San Felipe Neri
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