Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

Domingo V T.O - C
9-II-2025
 

«Serás pescador de hombres»
(Lc 5,10)

Queridos hermanos,
La primera lectura y el evangelio ponen ante nosotros a dos personas muy diversas, en dos situaciones muy distintas y ejerciendo un oficio muy distinto. Por un lado, Isaías, un sacerdote instruido, perteneciente a la aristocracia de Jerusalén, ejerciendo en el imponente templo construido por Salomón, en Jerusalén. Por otro lado, Simón, un pescador, en la orilla del lago de Galilea, en el amable entorno del azul del lago y de su ribera verde y suave. Estos hombres tan distintos son objeto de una manifestación de Dios y de una vocación que pone ante nuestros ojos algo de lo que Dios es, algo del misterio de Dios.
A pesar de sus diferencias, tienen cosas en común. La primera, el pecado. Tienen en común el pecado. No eran grandes pecadores, como Mateo o la Magdalena, o David antes que todos ellos. Eran pecadores sencillamente porque eran hombres y no hay hombre que no lo sea. El pecado nos aúna tristemente a todos. Y aunque uno era culto y sensible y el otro rudo y más ignorante, tienen también en común la conciencia, que les informaba interiormente a ambos de su culpa ante Dios. David ya lo había expresado con toda agudeza: «Yo reconozco mi culpa, tengo siempre delante mi pecado. He pecado contra ti». Isaías y Simón sabían de su pecado, y que la ofensa del pecado les separaba de Dios con un abismo insalvable. Lo mismo sabe cualquier hombre sano de juicio, aunque no tenga una gran cultura, ni instrucción religiosa, basta que tenga conciencia: que el pecado y la santidad, las tinieblas y la luz, son incompatibles. Ya decía el Antiguo Testamento que no puede el hombre ver a Dios y seguir viviendo, expresando así la distancia infinita entre ellos.
La tercera cosa que comparten Isaías y Simón es que Dios se acercó a ellos, se les manifestó y les llamó. Dios saltó el abismo que les separaba. Esto solo Dios puede hacerlo. El hombre no puede superar esta distancia. A Isaías se le manifestó en una visión en el Templo de Jerusalén, posiblemente mientras ejercía su oficio, como le pasará a Zacarías, el padre del Bautista, ocho siglos después. A Simón Dios se le manifiesta en la humanidad de Cristo, mientras limpiaba las redes. Aquí hay una gran diferencia, porque Isaías vivió una visión. No estaba propiamente ante Dios, que seguía más allá del cielo y de la tierra que ha creado, sino ante una visión de Dios, que no es lo mismo. Por el contrario, Simón sí tiene delante a Dios, porque Jesús es Dios, no una imagen de Dios, sino Dios hecho hombre. Pero los dos se vieron sorprendidos y confundidos, y los dos hicieron lo único que podían hacer, postrarse y reconocer que no eran nada ante Dios. Uno lo manifestó con las palabras de un hombre culto, otro con las palabras de un hombre sencillo: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Señor del universo», dijo Isaías; y Simón dice: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Pero Dios no se alejó, siguió avanzando hacia ellos y les dio la gracia del perdón, dejando la culpa atrás. En la visión de Isaías un serafín, palabra que en hebreo hace referencia al fuego, tomó un ascua encendida en el altar donde se quemaban los perfumes y con ella se acercó a Isaías y tocó sus labios, mientras Isaías escuchaba: «He aquí que ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado». A Simón el perdón le llegó con las suaves palabras de la gracia de Dios en su expresión más plena: «No tengas miedo». Ya ni recuerda el pecado. Liberados de su culpa, nada le impedía a Isaías estar ante la presencia del Dios que le ha buscado, y nada impide a Simón estar junto a Jesús. Sin embargo, el acercamiento de Dios no ha llegado aún a su término. A Isaías le mostró el deseo de alcanzar a todo Judá: «Escuché la voz del Señor, que decía: “¿A quién enviaré?”». Y Simón, inclinado sobre las rodillas de Jesús en la barca, recibe una misión que mira a toda la humanidad: «Desde ahora serás pescador de hombres». Dios llamó a Isaías para que hiciese resonar su palabra en medio del reino de Judá, y llama a Simón para darle una misión universal: reunir a todos los hombres en su Iglesia. Es la misión con la que el Hijo eterno ha salido del Padre, y a esa misión Jesús vincula a Simón. Jesús identifica a Simón con él. Simón llegará a ser Pedro, Piedra, el Vicario de Cristo
Tras la llamada de Jesús a Simón para unirlo a él y convertirlo en el pescador universal, el evangelista añade un detalle que no puede pasar desapercibido. Llegan a tierra con las barcas y Simón, y también los que le acompañan, lo dejan todo y siguen a Jesús. El amor de Dios que Cristo les ha revelado libera su corazón de todo. Lo dejan todo no porque sean desprendidos, sino porque el amor de Cristo ha liberado su corazón. Desde ahora su bien y su riqueza será Cristo. Es la paga y la herencia del sacerdote, tal como anunciaba proféticamente un viejo salmo compuesto por un sacerdote del Templo: «Tú eres el lote de mi heredad y mi copa. Me encanta mi heredad».
 
¿Quién es el Dios tres veces santo cuya presencia hace vacilar los dinteles del Templo de Jerusalén? ¿Quién es el Dios que en Jesús se muestra dominador de la creación? No es solo el Dios trascendente, que creó de la nada el cielo y la tierra. No es solo el Omnipotente y el Absoluto. Es también el que rompe la distancia infinita con el hombre y le ofrece su perdón hasta dejar en el olvido su ofensa. Es el que busca uno a uno a todos y a todos quiere reunir, con la misma red, en una sola barca. ¿Qué nos dice esto de Dios? Que es amor. Dios ama al hombre porque es amor. Busca llevar al hombre a la unidad y la comunión, en una barca, porque él mismo es unidad y comunión: Dios Uno y Trino. Los serafines se gritan el uno al otro en la visión: «Santo, santo, santo». Nosotros lo repetimos ante el altar justo antes de la consagración, justo antes de que Dios se nos dé en sacrificio como alimento. ¿Qué nos dice eso? Que el sumun de su santidad es su amor y que por ese amor él ha hecho del hombre su gloria. La gloria de Dios, que desborda el mundo e hizo estremecer a Isaías y a Simón, pero él, por su amor, ha hecho del hombre su gloria. Nosotros, pobres hombres, pecadores, hemos venido a ser la gloria de Dios.
A Simón Jesús le da una misión universal: «Serás pescador de hombres». En ese momento Simón no conoce el alcance de su misión. Durante toda su vida verá cómo el mar de su pesca es cada vez más grande, porque Dios quiere reunir a todos. ¿Quién le iba a decir a él que acabaría en Roma? ¿Quién le iba a decir que, hasta el fin de los tiempos, de forma ininterrumpida, le sucederían hombres para reunir en la Única Iglesia a todos los que se salvan? «Serás pescador de hombres». Lanzarás las redes al mar de este mundo y reunirás en la barca de la Iglesia a hombres de todos los lugares y de todos los siglos. Esta llamada, la vocación apostólica, la vocación sacerdotal, es la expresión del amor de Dios, que es Trinidad y que busca llevar a su comunión a todos. La vocación sacerdotal es la expresión del amor de Dios por el hombre.
 
Dichoso este ser pequeño, pobre y pecador, ¡el hombre! Mil veces dichoso todo hombre: deseado, buscado por Dios, amado hasta ser hecho por Dios su gloria, llamado a entrar en la barca de la Iglesia y en la comunión de la Trinidad. Y mil veces más dichoso el que es llamado al sacerdocio, a la cercanía de Cristo y a su intimidad, a ser uno con él y reunir con él, en la única barca, a los hijos de Dios dispersos. Dichoso este que puede repetir: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, me ha tocado en suerte un lote hermoso. Me encanta mi heredad».

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O
Archivos:
Homilía, Dom V TO C, 2025
Oratorio de San Felipe Neri
P. Enrique Santayana C.O.
Autor-1653;P. ENRIQUE SANTAYANA LOZANO C.O.
Fecha-1653Miércoles, 12 Febrero 2025 16:19
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