VI Dom. C (16-II-2025)
«Por causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22)
Acabamos de escuchar las Bienaventuranzas. Solemos recordar las ocho de san Mateo, pero hoy nos centramos en el Evangelio según san Lucas, que nos refiere cuatro. Estamos aún en las primeras etapas de la vida pública de Jesús. Hasta este momento, había enseñado, había hecho milagros, y había llamado a algunos hombres a seguirle de cerca, a ir con él, los discípulos. Justo antes de las Bienaventuranzas, Jesús había subido al monte para orar y había pasado la noche entera en oración. Su oración dio paso a un momento decisivo: reunió a los discípulos y, de entre ellos, eligió a doce, a los que llamó «apóstoles». Jesús tenía ante los ojos de su alma el mundo entero, al que quiere llegar a través de la Iglesia fundada sobre los Apóstoles. Jesús tenía ante los ojos de su alma a los hombres de todos los tiempos a los que quiere salvar.
Con esta visión en el corazón bajó del monte con los Doce y, ya en un llano, se encontró con una gran multitud. Esta reunión recuerda a otros momentos clave en la formación del pueblo de Dios, como cuando fue reunido en torno a Moisés, para sellar la alianza del Sinaí, después de haber salido de Egipto. O como cuando fue reunido en Jerusalén, a la vuelta del exilio de Babilonia, en torno a Esdras y Nehemías, para rememorar y renovar aquella misma Alianza. Ahora, en torno a Jesús, están los Doce, recién elegidos, más un grupo numeroso de discípulos y una gran multitud venida de todo Israel y de algunas ciudades paganas. Se está preparando la nueva alianza y el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia universal. Es lo que Jesús contempla en su alma.
Y con los ojos del alma ve la dicha de los que se dejan hacer realmente suyos, y la desgracia de los que no. Lucas dice que aquella multitud le buscaba para escucharle y para ser curados (Cf.: Lc 6,18). A lo largo de los siglos, muchos se acercan con la curiosidad de escuchar a un gran maestro, o con el interés de recibir de él algún bien. Pero eso no basta para hacernos suyos. ¿Quiénes llegan a ser suyos? y ¿cuál es su dicha? Son hechos suyos los que se encuentran con él y reconocen en él el bien del alma, el amor y la alegría de su corazón. Esos que han hecho de Cristo el bien de su corazón, son los pobres, como Simón y Andrés que han dejado todo para seguirle, o como Santa Teresa de Calcuta que por amor a Cristo comparte la pobreza de los más pobres. Esos que han hecho de Cristo el bien de su corazón son los que en este mundo tienen hambre, como san Francisco Javier que quería siempre llegar más lejos para salvar más almas, o como las vírgenes que rechazan el bien del matrimonio y de la maternidad para saciarse solo del amor de Cristo. Esos que han hecho de Cristo el bien de su corazón son los que lloran, como la Magdalena que no soporta la ausencia de Cristo, como los que, por amor a Cristo, hacen penitencia por los pecados de los demás, o como aquellos otros que abrazan como voluntad de Dios una soledad no buscada ni querida, solteros o viudos, y no buscan ir más allá de lo que Cristo les ha dado. Esos que han hecho de Cristo el bien de su corazón son todos aquellos que por amor a él afrontan la burla, la injusticia, la persecución o la muerte, como cualquiera de los mártires antiguos o modernos, o como una madre de muchos hijos que soporta la burla de los que la miran con desprecio porque la creen ignorante y atrasada dejándose cargar de hijos; o como la anciana que pasa sus días rezando, soportando el desprecio de los que creen que se empeña en algo inútil.
Son solo unos pocos ejemplos de estos pobres, que en este mundo tienen hambre y lloran, que son perseguidos o marginados… todo «por Cristo», por amor a él, por reconocer en él el bien verdadero, el amor definitivo. La última bienaventuranza es la que nos da esta clave para entender el conjunto: «Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo». Aquí está la clave para entender las bienaventuranzas: «por causa del Hijo del hombre», «por mi causa», «por mí», esto es lo que nos hace bienaventurados: Jesús. Él es más real que todo lo que este mundo considera riquezas, más real que todo lo que este mundo considera causa de satisfacción o de alegría. Igual que es más real la eternidad que el tiempo presente, que caerá como cae un velo, para mostrar lo que dura para siempre, ¡para siempre! Por eso Cristo, al pronunciar las bienaventuranzas, pone nuestros ojos en la eternidad, nuestro destino, más real que el hoy: el Reino de los cielos, que será vuestro, donde seréis saciados, donde seréis consolados, donde seréis recompensados con un amor eterno.
Las bienaventuranzas expresan el gozo del alma que encuentra a Cristo, pero también el gozo de Cristo por el amor de los suyos, de los que son verdaderamente suyos, y por ver a los suyos saciados de su amor. Los “ayes” expresan el dolor de quien se deja engañar por la apariencia de este mundo que pasa y se queda sin Cristo; y expresan también el dolor de Cristo por la pérdida de esos, a los que también ama, en cuya felicidad nunca se podrá gozar: «¡Ay de vosotros, los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!» «¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros!».
Al escuchar estas cosas de labios de Jesús, nuestro espíritu se encuentra en una encrucijada, como aquella en la que se encontró Israel al salir de Egipto y recibir los Mandamientos: «Pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición» (Dt 30,19). Entonces la encrucijada era obedecer o no obedecer. Y debajo de la obediencia o de la desobediencia, la confianza o la desconfianza, que expresa el profeta Jeremías: «Maldito el que confía en el hombre», el que pone su confianza en lo humano…; «Bendito quien confía en el Señor», el que pone su confianza en Dios.
Ahora el mandamiento de Dios, y la confianza en él, se ha hecho concreto en el seguimiento de Cristo, en el que Dios se acerca a nosotros. San Felipe Neri repetía que todo es vanidad sino Cristo. Es decir, que Cristo lo es todo. Hay que entender bien esto. Porque habitualmente él no nos pide abandonar todos los bienes, ni negarnos el amor humano de los amigos, del esposo, de la esposa, de los hijos o de la patria. No nos prohíbe el consuelo de las cosas buenas de este mundo y el contento que dan. Pero sí se nos ofrece como el bien definitivo, al que hay que ordenar todo lo demás.
Podemos acercarnos a Cristo porque es un maestro al que nos gusta escuchar, o porque esperamos recibir algún bien. Pero no basta escucharlo con agrado, ni recibir un milagro. Estamos ante esta encrucijada: o él lo es todo, o no; o él es el bien definitivo o no; este hombre, Jesús, ¿es Dios o no lo es?, ¿nos entregamos a él o no? Desde el momento en que las bienaventuranzas fueron pronunciadas hasta el momento de la cruz y la resurrección de Cristo, todos los que lo escucharon y recibieron sus bienes se dividieron. Nosotros nos dividiremos en esta encrucijada: reconocer a Cristo como Dios y confiar de forma absoluta en él, o confiar en nosotros mismos; entregarnos a Cristo o no; bendición o maldición; vida o muerte. Ser dichosos con el que nos ama hasta su entrega total y ser la causa de su dicha; o ser desgraciados y la causa del dolor de aquel que nos amará siempre.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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En el Oratorio de San Felipe Neri
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