VII Dom. C
23-II-2025
«Mi yugo es suave, y mi carga ligera» (Mt 11,30)
Queridos todos:
Las palabras de hoy son continuación de las Bienaventuranzas del domingo pasado. Jesús proclamaba bienaventurado a quien se hacía pobre para tenerlo a él, a quien, por hambre de él, sufría lo insípido y vacío que es este mundo, a quien por él aceptaba cualquier privación o sufrimiento, a quien por su causa era odiado, excluido, injuriado y proscrito. Bienaventurados porque poseerán el Reino de Dios, donde serán saciados y consolados.
Bienaventurado san Pablo, que escribe a los de Filipos: «Todo lo que para mí era ganancia, lo consideré pérdida a causa de Cristo. Más aún: todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él[…]. Todo para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, esperando la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,7-11).
Y con san Pablo, bienaventurados, tantos otros que le eligen a él, que antes los ha elegido a ellos; y prefieren su amor, que les ha dado en la cruz, por encima de cualquier otro bien; que son dichosos al compartir la vida, la muerte y la gloria eterna de aquel a quien aman. He aquí la clave para entender las palabras de Cristo: querer estar donde él está, vivir lo que él vive, compartir sus sentimientos, amar lo que él ama, gozar y sufrir con él, morir su muerte, vivir eternamente con él. Solo estos pueden entender y vivir la ley de la caridad que hoy hemos escuchado.
Porque estas palabras, «amad a vuestros enemigos», son la invitación de Cristo a compartir su propio camino humano. El amor a los que no le aman es el que le mueve a hacerse hombre y compartir nuestra vida, cuando tantas veces le despreciamos; el que le mueve a enseñarnos, cuando tantas veces somos indiferentes a su palabra; el que le mueve a darnos sus dones en los sacramentos, que con tanta frialdad recibimos; el que le mueve a llevar nuestros pecados, de los que nunca terminamos de arrepentirnos; el que le mueve a morir por nosotros y a abrirnos el camino de la vida eterna, que ni siquiera anhelamos. «Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian». ¿No es este su propio camino? «Ultrajado, no ha devuelto el ultraje; golpeado, no ha devuelto el golpe; despojado, no se ha resistido; crucificado, ha pedido perdón para sus perseguidores, “Padre, perdónales este pecado, pues no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Excusaba de su crimen a los que actuaban criminalmente. Ellos prepararon la cruz, él les dio a cambio, la salvación y la gracia» (San Ambrosio). Cristo, en su vida humana, nos da un amor divino, un torrente de amor inagotable, más fuerte que cualquier pecado y más fuerte que la muerte, no hay nada de extraño que nos pida amar con ese amor que él nos da. El amor humano, el de los padres, por ejemplo, nos capacita para amar humanamente y seguir así la ley natural del amor. El amor a los padres, el amor de los esposos, el amor de los amigos, el amor de la patria… todo eso forma parte de la ley natural del amor, que es posible, exigible, deseable, para cualquier hombre, por el amor natural que recibe. Pero nosotros no solo recibimos un amor natural, recibimos un amor sobrenatural, eterno, fiel, un manantial que nunca se agota… el amor divino, el amor eterno de Dios, que le movió a crear el mundo y el hombre a su imagen, el amor que le movió a redimirnos. Ese amor divino, que Cristo nos ha traído, más real y más firme que la tierra que pisamos, nos capacita a amar por encima del pecado de los demás, con un amor más fuerte que el miedo a la muerte, más fuerte que la misma muerte. ¿O es que acaso vamos a decir que Jesús no es Dios? ¿O que no ha abierto su costado inocente para darnos un perdón que nos hace posible empezar cada día? ¿O que no nos alimenta en la Eucaristía de su amor eterno? No podemos decir eso. Por el contrario, Cristo nos ha traído un amor divino y con ese amor ha inaugurado la vida nueva, de la que tantas veces habla san Pablo (Cf. Rm 6,4; Col 2,12; Ef 5,26).
Por eso no han de extrañarnos ni echarnos para atrás las palabras de Jesús: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de los que esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada».
Alguno puede hacerse una pregunta lícita: ¿se puede mantener una sociedad sobre una ley así? Aclaro este punto. El mismo amor que me exige perdonar a quien me ofende, me exige defender al indefenso de la violencia, o del abuso, o del robo, o de la injusticia. Si por amor a Cristo, amaré incluso a los que me matan, también por amor a Cristo me jugaré la vida y los bienes defendiendo a los que sufren una injusta amenaza de muerte. Si soy soldado, defenderé mi país cuando es atacado, aunque me cueste la vida. Si soy juez, aplicaré la justicia para preservar de los malvados a los inocentes, aunque la ira de los poderosos caiga sobre mí. Si gobierno, dictaré leyes que defiendan a los que no pueden defenderse, aunque me cueste el poder. El mismo amor que me obliga a amar a quien me insulta, me obliga a no mirar a otro lado, cuando un hombre indefenso es insultado. Esto es suficiente para aclarar las perplejidades lícitas ante las palabras de Jesús.
Pero, para concluir, volvamos al asunto principal. ¿Cuál es el asunto principal? Si queremos vivir con Cristo o sin él. Si queremos compartir o no su vida, sus sentimientos, y también su gloria. El camino que nos hace andar este amor divino es el camino de nuestra propia perfección, primero como criaturas que son imagen de Dios, luego como hijos que se parecen a su Padre celeste: «Será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo».
Es normal sentir que se nos pide algo sobrehumano. Es cierto. También los santos han experimentado esta aparente imposibilidad, pero es que también es cierto que recibimos un amor sobrehumano. Escribe santa Teresa de Lisieux: «Si es difícil dar a cualquiera que nos pida, es más difícil aún dejar que nos quiten lo que nos pertenece y no pretender que nos lo devuelvan […] Digo que es difícil, pero debería decir que parece difícil, porque el yugo del Señor es suave y ligero. Cuando se acepta, enseguida sentimos su dulzura y decimos con el salmista: “He corrido por el camino de tus mandatos, después que has dilatado mi corazón” (Sal 119,32). Solamente la caridad [el amor divino] puede dilatar mi corazón. Oh, Jesús, desde que esta dulce llama me consume, corro con alegría por el camino del mandamiento nuevo. Quiero correr este camino hasta el día dichoso en el que, uniéndome al cortejo de las vírgenes, pueda seguirte en el espacio infinito [en el cielo], cantando tu cántico nuevo, el del Amor» (SANTA TERESA DE LISIEUX, Manuscrito dirigido a la madre María de Gonzaga).
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Homilía, Domingo VII TO C
23, febrero, 2025
Iglesia del Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares.
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