Por tanto, lo que no debéis hacer es juzgar y condenar; asegurado eso, lo que hay que hacer es dar, el ejercicio sin fin de la misericordia, que se define literalmente como dar el corazón a lo miserable, mover el corazón —lo más íntimo del ser— hacia lo que es pobre, necesitado, mísero, hacia lo que no lo merece, hacia lo que en principio no es amable. Entregar el corazón a quien no es amable hasta hacerlo amable. Esta es la fuerza del amor de Dios: su amor regenera y recrea al hombre que se deja amar por él hasta hacerlo digno de su amor, hasta hacerlo amable. Lo que se nos manda es participar de este movimiento del amor de Dios, del que nosotros ya nos beneficiamos. No se nos pide que lo imitemos, eso sería imposible, se nos pide que nos dejemos mover por este amor que nos ha alcanzado.
Así llegamos al fragmento del evangelio de hoy. Jesús empieza con una comparación en forma de pregunta: «¿puede un ciego guiar a otro ciego?» Ciertamente no; si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo. ¿A qué se refiere Jesús? ¿Acaso está diciendo que todos los hombres somos ciegos y que debemos abstenernos de guiarnos unos a otros? ¿Acaso está diciendo que el padre no debe guiar a su hijo?, ¿que no debemos guiarnos unos a otros?, ¿que el sacerdote no debe guiar a los fieles?, ¿que los amigos no deben guiarse entre ellos? ¿Acaso está diciendo Jesús que debemos despreocuparnos de los otros? Ciertamente no. Todo lo contrario. Si él llama a los discípulos y funda la Iglesia, es para que dé una luz que pueda guiar a los hombres en el difícil camino de la vida. «Yo soy la luz del mundo», grita Jesús en una ocasión en medio del Templo, en la fiesta de las tiendas, cuando en el Templo de Jerusalén se encendían unas lámparas gigantescas cuyo resplandor alcanzaba a toda la ciudad durante la noche, un fuego que recordaba la luz de la nube en las noches pasadas en el desierto en tiempo de Moisés. Y a los discípulos les dice: «Vosotros sois la luz del mundo […] Y no se enciende una luz para meterla en un celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,14-16).
El asunto es que para que podamos guiar debemos ser como nuestro Maestro, esto es: misericordioso, dispuesto a morir por nosotros, dispuesto a entregarse por el que no lo merece. No solo está dispuesto a morir, sino que ¡morirá! ¡Morirá por amor! ¡Morirá amando! Y este amor nos regenera y nos recrea, nos muestra la verdad de quién es Dios y de quiénes somos nosotros, amados y llamados por su amor. Su amor nos hace capaces de amarlo, provoca nuestro amor, y así nos salva de nuestra miseria y nos hace dignos de su amor. El que conoce este amor ve. El que ama este amor que viene de Dios ve. El que se deja mover por el amor que viene de Dios, ese ve, tiene luz en los ojos; ese ama, es luz para los otros; y puede guiar a los hombres.
Si nos dejamos llevar por esta ley eterna del amor de Dios que ha llegado hasta nosotros sin merecerlo, podemos guiar a los hombres de nuestra generación: a nuestros hijos, a nuestros amigos, a los hombres con los que compartimos las horas de trabajo o de descanso, a nuestros compatriotas… ¡Pero hay que tener cuidado! Si no nos dejamos enseñar por nuestro Maestro en este asunto de la misericordia, es decir, de darnos y vaciarnos para enriquecer con nuestro propio sacrificio a los otros, si no nos unimos a Cristo en la Eucaristía, sin este amor somos tan ciegos como cualquier otro, aunque creamos que vemos.
Ahora se entenderá lo que hemos escuchado: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro».
Así pues, tenemos una responsabilidad los unos con los otros en el camino de la vida. Pero para poder responder a esta responsabilidad hemos de aprender y terminar nuestro aprendizaje de Cristo, el aprendizaje de la misericordia. Por eso, no juzgues: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano».
Hace falta ser discípulo perfecto, es decir, aprender a amar cuando Él nos ama, aprender a perdonar cuando Él nos perdona, aprender a entregarse al que es igual de miserable que nosotros, cuando Jesús, el Hijo de Dios, infinitamente mejor que nosotros, se entrega por entero en la cruz, se nos da por entero en la Eucaristía. Entonces podrás mostrar a tu hijo y a tu amigo el camino de la vida, podremos mostrarnos unos a otros la verdad y el bien. Entonces podrás corregir.
La misericordia es el fruto bueno que nace en el corazón del discípulo de Cristo, que es amado sin merecerlo, que es perdonado una y mil veces, y que así aprende poco a poco a amar y a perdonar. Lo aprende íntimamente, en su propio ser, hasta que lo que tiene en el corazón le rebosa.
Por eso los santos dan luz y pueden corregir y salvar. Por eso san Pablo podía decir sin ser un engreído o un soberbio: «sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo».
3 marzo 2019
Oratorio de san Felipe Neri
Alcalá de Henares