PONERNOS A PRUEBA
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- Categoría: Domingo XV
El escriba conoce la ley, sin embargo no quiere cumplirla. Tiene un defecto no en su inteligencia, sino en su voluntad. San Lucas dice: «el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”».Los judíos entendían que el prójimo era cualquier israelita, o también, aunque no fuese israelita, «quien vivía con ellos». La palabra no escondía ningún misterio: para ellos, como para nosotros, «prójimo» es «el que está cerca». La pregunta, «¿Quién es mi prójimo?», era como decir: «Sí, pero ¿hasta dónde me obliga el amor?, ¿dónde están los límites del amor?». Si somos sinceros, reconoceremos que esta pregunta se nos plantea todos los días. ¿Hasta dónde tengo que entregar mi tiempo?, ¿hasta dónde tengo que compartir lo mío?, ¿hasta dónde tengo que entregarme? Jesús nos responde con la parábola del buen samaritano.
Un hombre camina desde Jerusalén a Jericó. Era un camino frecuente, que Jesús recorrerá en sentido inverso para ir a la cruz. Saldrá de Jericó curando al ciego de nacimiento y subirá los 25 km de ascensión para llegar a Jerusalén por el camino de Betfagé y Betania, hasta contemplar la Ciudad Santa y el Templo desde el Monte de los Olivos. El hombre de la parábola cae en manos de unos bandidos que lo desnudan, lo apalean y le dejan más muerto que vivo. Pasa por allí un sacerdote. Los sacerdotes tenían el oficio de presentar los sacrificios en el Templo de Jerusalén. Pero eran muchos y el templo era solo uno, con lo cual tenían turnos para ofrecer el sacrificio cotidiano. Muchos vivían fuera de Jerusalén y subían a la ciudad cuando les tocaba. Fue el caso de Zacarías, el padre de Juan Bautista, que vivía en Ain-Karim y subió a Jerusalén cuando le tocaba ofrecer el sacrificio cotidiano. Pasa un sacerdote, ve al hombre apaleado, y pasa de largo. Lo mismo hace un levita. Los levitas eran los descendientes de la tribu de Leví. Siglos atrás, habían ejercido el oficio de los sacerdotes del Templo, pero en la época de Jesús eran empleados en oficios de segunda fila, en la guardia y en el cuidado del Templo. Al igual que los sacerdotes, los levitas tienen su centro de acción en el Templo, así que es fácil que transiten unos de los accesos a la Ciudad Santa, el camino de Jericó y Betfagé, el camino que las profecías habían señalado para el Mesías.
Pero, aunque el hombre medio muerto es con toda probabilidad judío, ni el sacerdote ni el levita, también judíos, lo consideran suficientemente próximo para ocuparse de él. Si hubiese necesitado solo un poco de agua, o alguna otra ayuda sencilla, se habrían parado. ¡Habría sido igual de prójimo, pero el esfuerzo de la caridad habría sido «razonable»! Pero un moribundo, uno que está desnudo y lleno de heridas, ¡cuánto trabajo! Los dos judíos, próximos al otro hombre, lo ven y pasan de largo, porque consideran que la caridad con su prójimo exige demasiado. Aunque son prójimos, se alejan. Y llega uno que no es prójimo, sino muy lejano, ¡un samaritano! Aquellos cuyo territorio había que rodear cuando se iba desde Galilea a Jerusalén. Aquellos que maltrataban a los peregrinos que iban a Jerusalén. Uno muy lejano pasa inopinadamente por el camino desde Jericó a Jerusalén.
¿Cómo no ver en este samaritano al propio Jesús que habla? El que viene del cielo, el lejano que se ha hecho próximo. Muchos Padres de la Iglesia han señalado, de formas diversas, que Jesús hablaba de sí mismo, al hablar de este samaritano. Viene de lejos, del cielo, no tiene pecado, pero se acerca al hombre destrozado por el pecado para tomarse todos los cuidados de la caridad. El lejano se compadece y se acerca, se hace próximo, cura las heridas con vino y aceite, y las venda con cuidado. Se toma su tiempo. Toma al hombre con esfuerzo hasta conseguir subirlo sobre su propio borrico o sobre su caballo, lo lleva a una posada y allí lo cuida durante la noche. Al día siguiente deja dos denarios al posadero, el jornal de dos días de trabajo, para que se ocupe de él y promete volver y pagar lo que haya gastado de más.
¿Qué diremos nosotros sobre el esfuerzo y los trabajos que se toma el samaritano? ¡Que son grandes! Admiramos el gesto del samaritano porque nos parece extraordinario. Su caridad es admirable porque está más allá de toda medida, porque es sobreabundante. ¡Es la marca del amor de Cristo: la sobreabundancia! ¡Es la marca de la cruz!
«¿Hasta dónde tengo que ejercer la caridad? ¿Qué medida debo usar?». Jesús señala como verdadera medida la caridad del samaritano que anuncia el amor extremo de la cruz, que carga con las penas, las dolencias y hasta con las culpas del hombre. La parábola de Jesús da la vuelta a los términos de la pregunta del escriba: ¿quién es mi prójimo? La parábola no muestra quién es el prójimo, sino que manda hacernos prójimos al hombre que sufre. El mandamiento del amor al prójimo ha sido transformado por Cristo cuando él, siendo de condición divina, se ha hecho hombre, próximo a todo hombre, para llevar las cargas de todos. Esta es la medida y la interpretación del mandamiento. Terminada la parábola es Jesús quien pregunta al escriba: «¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?».«El que practicó la misericordia con él», responde el escriba.
Y ahora, lo más importante. He dicho al principio que el escriba se había acercado a Jesús para ponerlo a prueba, con mala intención. Jesús le ayuda y nos ayuda a nosotros a poner a prueba nuestro corazón, con la intención de que nos conozcamos a nosotros mismos y no nos engañemos. Le dice al escriba: «Ve y haz tú lo mismo». Conocemos de sobra el doble e indisoluble precepto del amor, a Dios y al prójimo. Pero el que debía ser el primer objeto de nuestro amor, nos ha amado a nosotros más allá de lo razonable. Dios se ha hecho nuestro prójimo y nos ha auxiliado, ha cargado con nosotros y ha pagado por nosotros. Ahora nos pide que nos unamos a él: «Haz tú lo mismo». Esta indicación de Jesús no es una mera orden, es una prueba para nuestro corazón. La prueba consiste en saber si estamos dispuestos a acoger su amor que nos levanta y a unirnos a él en su amor a todos. ¿Lo haremos? ¿Dejaremos que Cristo nos lleve sobre sí, para llevar nosotros a los otros, más allá de lo que parece razonable?
Si Cristo no nos hubiese tomado sobre sí, si no hubiese pagado por nosotros, tendríamos excusa, ahora no. Todo queda aclarado ante las palabras de Jesús y ante él en la Eucaristía: «Haz tú lo mismo».
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado.
P. Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del domingo XV del TO, ciclo C, 14 de julio de 2019
en el Oratorio de san Felipe Neri, de Alcalá de Henares
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