Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares
Sin embargo, preferir a Cristo significa ganarlo todo. Nosotros no creemos solo en la eternidad del alma. Creemos que Cristo resucitó con su cuerpo y que nosotros resucitaremos también. Él todo lo creó bueno, cuando se hizo hombre asumió un cuerpo humano verdadero y así asumió la materia creada. Cuando resucitó no solo mostró la eternidad del alma, sino que dio vida inmortal al cuerpo, a la materia, a lo creado. Por eso los cristianos somos los más optimistas de todos los hombres. Tenemos a Cristo, que ha vencido la muerte y con él lo tenemos todo. Con él no solo tenemos un amor que ha vencido la muerte, un amor que ya no muere, sino un amor que rescata todo lo bueno, todo lo bello, todo lo verdadero de la creación, de nuestra vida, de nuestro trabajo, de nuestro sacrificio, de lo que amamos. Sin él todo es vanidad, con él todo es rescatado y todo subsiste. Quien lo tiene a él, lo tiene todo. ¡Ningún materialista moderno puede afirmar tanto de la materia! ¡Ningún vitalista moderno se atrevería a afirmar que la vida que encierra cada instante permanecerá!
Sin embargo esta victoria no es automática. No se da sin más. Es fruto de un camino de amor. Cristo con su cuerpo humano, con su alma humana, vivió una vida y una historia humana y la convirtió en un amor que se entrega a Dios y al hombre. A Dios en adoración y al hombre en servicio. Ese camino de amor supuso el despojarse de todo, absolutamente de todo: desnudo y solo se enfrentó a la muerte y entregó su cuerpo y su alma. Nada se reservó y así lo ganó todo; y nos enseñó el camino para ganarlo todo con él y en él.
Por eso, cuando se acerca uno para pedirle algo que seguramente era justo y le dice: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia», Jesús le responde sin hacer caso a su demanda, aunque fuese justa. No entra en ella, no le interesa. Dice: «Guardaos de toda clase de codicia, pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Es como si resonase en sus palabras el estribillo del Eclesiastés: «Vanidad de vanidades. ¡Todo vanidad!». Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes. A continuación cuenta una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha… Y se dijo: “derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a mí mismo: alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios».
Aquí está la elección que conduce a ganarlo todo o a perderlo todo: atesorar para sí, dejándose llevar por cualquier clase de codicia (tiempo, dinero, tranquilidad…) o hacerse rico ante Dios. ¿Quién es rico ante Dios? Solo un hombre es rico ante Dios: Jesús. Él es rico ante Dios. Cuando amando hasta el extremo obedeció hasta la muerte, cuando amando hasta el extremo se entregó en sacrificio por todos los hombres, hizo que su humanidad brillase ante Dios como la única riqueza del universo. Por tanto, ¿quién es rico ante Dios? Jesús. Es rico Jesús y quien tiene a Jesús como su verdadera riqueza, quien amando se hace uno con él.
Podemos concluir con san Pablo: «Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría».Lo contrario a todo eso: amad, uníos a Cristo y amad: con pureza, con generosidad, sin retener honores ni riqueza, sin retener el tiempo, la salud, la comodidad o la tranquilidad. ¡Hay muchos cristianos que idolatran la propia tranquilidad y la propia paz! Amad hasta el sacrificio. Entonces: «Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, también vosotros apareceréis gloriosos con él». Con Él, glorioso, que será vuestra riqueza imperecedera, apareceréis también vosotros, también gloriosos, hermosos a los ojos de Dios con vuestro sacrificio, rescatados con todo lo verdadero, todo lo bello, todo lo bueno de vuestra vida, porque Cristo habrá pronunciado su sentencia sobre aquellos que se unen a él en su sacrificio, las palabras que pronunció sobre el pan multiplicado, el pan que anunciaba la Eucaristía, que anunciaba el sacrificio de su Cuerpo: «¡Que nada se pierda!».
 
Alabado sea Jesucristo.
Siempre sea alabado.
 
P. Enrique Santayana C.O.

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