Homilía del 8 de septiembre de 2019
«Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre,
a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas,
e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío».
Subiendo a Jerusalén «mucha gente acompañaba a Jesús». Jesús se encamina a Jerusalén, a la cruz. Eso lo desconocen los Apóstoles y toda la gente que le acompaña. No saben dónde van. Siguen a alguien que les ha conmovido, quizá a alguien de quien esperan un favor, un milagro en la vida… ¡Quién sabe lo que había en el corazón de cada uno de los que seguían a Jesús! ¿Qué hay en nuestro corazón hoy al acercarnos a la Misa? Todos desconocían lo que Jesús sabía: que la meta de aquel peregrinar por los pueblos de Palestina y de Judea terminaba en la cruz.
San Lucas nos hace imaginarnos a Jesús caminando al frente de esta comitiva y volviéndose para pronunciar estas terribles palabras: «Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». El texto original dice: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre […] no puede ser discípulo mío». La traducción es correcta porque en la Escritura esta expresión de odiar aparece en varias ocasiones para expresar un amor de preferencia. Es decir: el amor hacia alguien es como si fuese odio, en comparación con el amor de preferencia que se tiene hacia otra persona. Un ejemplo: el libro del Génesis dice que Jacob amaba a Raquel y odiaba a Lía (Cf. Gn 29,28-30); Jacob amaba a Lía, pero si se comparaba con el amor que sentía por Raquel, el primero era odio. Amaba a Raquel con preferencia total sobre Lía. La expresión de la Biblia que usa Jesús, «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre […] incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío», tiene el efecto de sorprendernos y de hacernos entender que está pidiendo un amor radical, ante el cual toda otra cosa no es sino basura. San Pablo dirá: «Cuanto era para mí ganancia, por Cristo lo considero pérdida. Es más, considero que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas, y las considero como basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,7-8).
Quiero traeros otro ejemplo. San Jerónimo, que vivió entre el s. IV y el V, escribe a un monje llamado Heliodoro incitándole a que sea cristiano de verdad: «Recuerda el primer día de tu milicia, cuando, sepultado con Cristo en el bautismo, juraste con las palabras del sacramento que, por el nombre del mismo Cristo, no tendrías en cuenta ni a tu padre ni a tu madre. El enemigo tiene empeño por matar a Cristo en tu corazón. Aunque tu sobrinillo se cuelgue de tu cuello; aunque tu madre, con el pelo suelto y los vestidos desgarrados, te muestre los pechos con los que te crió; aunque tu padre se tienda en el umbral de la puerta, sigue adelante y pasa por encima de tu padre sin llorar, vuela junto al estandarte de la cruz. En este caso, ser cruel es una forma de amor». San Jerónimo traduce así las palabras «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre […] incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío».
Para los cristianos de todos los siglos, para san Pablo en el s. I, para san Jerónimo en el s. IV, para santa Teresa en el XVI, las palabras de Jesús eran claras en la práctica: «Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Cualquiera puede acercarse a Jesús, pero para ser discípulo, para ser de los suyos, hace falta ir hasta el final del camino con la cruz y morir. Hace falta amarlo con un amor que en comparación con él cualquier otro amor es solo una sombra.
Domingo XXIII TO - C