XXVI Dom. C – 28-IX-2025
«Bienaventurados los pobres …
¡Ay de vosotros, los ricos!» (Lc 6,20.24)
Queridos hermanos:
Hoy tenemos que enfrentarnos con el Evangelio como el que se enfrenta con un juicio anticipado de su vida. Es la forma de que este texto sea saludable para nuestra alma. Es como si Jesús pintase ante nosotros un gran cuadro con dos figuras en fuerte contraste, una junto a la otra. La primera: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día». Aquí se expresa lo que el mundo nos ofrece como vida idílica, vestir con lo mejor y comer cosas exquisitas: darse gusto. Este podría ser el lema de la mayoría: gozarse la vida. «¡Hombre, exageras! ¡La mayor parte no pasa una vida tan placentera!». Cierto, pero porque no puede, y por eso vive frustrado, a veces reconcomido por la envidia y la ira. Reconozcámoslo: gozar es nuestro objetivo inmediato cotidiano. Es decir, que el rico del evangelio somos un poco cada uno de nosotros, en mayor o menor medida.
Vamos a la segunda figura de este cuadro: Había también «un mendigo llamado Lázaro que estaba echado en su portal, cubierto de llagas, con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico». Es la imagen de un desgraciado. Está muy cerca del rico, «en su portal» y esto hace que el contraste entre ellos se vea mucho más: la vida disoluta de uno, el sufrimiento del otro. Se diría que hay una distancia insalvable entre ellos, pero la única distancia entre ellos es la indiferencia y la indolencia del rico. Los perros se acercan a lamerle las llagas, más compasivos que el rico. La compasión de los perros ayuda a entender la separación entre el rico y Lázaro: el rico, en su afán por darse gusto, ha endurecido tanto su alma que se ha vuelto más animal que los perros.
Si este hombre viniese por el confesionario, diría: «Con respeto al amor al prójimo, nada, padre. No hago daño a nadie. Yo vivo mi vida sin meterme con nadie. Dejo que la gente viva su vida como quiera y yo no hago mal a ninguno, ni hablo mal de nadie». No se daría cuenta de que la omisión puede ser un pecado contra la caridad tan grave como el homicidio. Su afán por darse gusto le ha hecho insensible para el bien, ha perdido su conciencia moral.
La parábola es una advertencia contra ese afán tan nuestro, tan de nuestros días, de darse gusto en todo: si somos ricos, ese afán puede llevarnos a una indiferencia homicida, como la que se ve en la parábola; si somos pobres, puede llevarnos a la amargura, al resentimiento, incluso al odio, también homicida. En la parábola, en ese cuadro que dibuja Jesús para que nos miremos en él, la falta de caridad del rico es un muro invisible pero muy real que lo aísla, y ¿sabéis en qué consiste el infierno? Precisamente en esto, en un aislamiento absoluto. A eso le conduce el deseo no moderado de darse gusto y la falta de caridad. Se da cuenta tarde, cuando llega la muerte, porque ella tira por tierra todo lo que es apariencia y muestra la verdad.
Eso es lo que vemos en la segunda parte de la parábola: con la muerte todo lo que es apariencia cae como el telón de un teatro, y detrás se ve lo que es para siempre: una vida de comunión o una soledad absoluta y total, el cielo o el infierno. La muerte pone todo patas arriba, todo lo pone del revés: Lázaro muere y son los ángeles los que le toman y le llevan al seno de Abraham, donde descansa y goza de la compañía de los justos, mientras que el rico es enterrado. Así se expresa lo distinta que es la muerte para el justo y para el injusto: los ángeles, que te toman; o la fría tierra que te sepulta. Lázaro está con Abraham y los justos del Antiguo Testamento, y el rico está en medio de los tormentos del infierno. Todo ha quedado al revés. Por otro lado, la separación que ya aparecía en la primera escena, la falta de caridad, ahora se ha convertido en una separación imposible de salvar: «Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros». Por último, la nueva situación es para siempre. La primera escena representaba la vida de este mundo, y esa vida pasa. La segunda nos presenta lo que será para siempre: infierno o gloria. Ahora se entienden aquellas otras palabras de Jesús: «Bienaventurados los pobres […] ¡Ay de vosotros, los ricos!».
¿Es esto así, realmente? No parece que Jesús hable de broma, lo dice con una parábola sencilla, para que se nos grabe en la imaginación, pero no habla de broma: nuestro destino eterno está marcado por nuestro comportamiento en esta vida que pasa. Somos libres para amar y alcanzar al que es amor, y somos libres para construir un muro de falta de caridad, que nos aísla de quien nos ama y nos introduce en el infierno.
Pero la parábola tiene también otro mensaje: que Dios, justo, hace justicia al que sufre la injusticia de este mundo. Dios hace justicia a Lázaro. La justicia de Dios no es una losa que nos atenaza, es una esperanza: Dios nos hará justicia. Y sobre esto hay un detalle hermoso: el rico no recibe nombre, se habla simplemente de «el rico». Ya he dicho antes que, en mayor o menor medida, nos representa a todos. Sin embargo, el justo pobre sí tiene nombre, Lázaro, Eleazar, que significa «ayudado por Dios». Para el justo que sufre el pecado del mundo, la justica de Dios es la promesa de una ayuda definitiva y radical: la resurrección y la vida eterna, inaugurada por el primer Lázaro, Cristo, el primero que ha muerto por una falta de caridad homicida, la nuestra, y que ha sido rescatado de la fosa y ha sido glorificado por Dios, su Padre.
La parábola tiene una tercera parte, decisiva para nosotros. El rico le pide a Abraham que vaya Lázaro a avisar a sus hermanos para que no terminen también ellos en aquel lugar de tormento. Atendamos bien la respuesta que Jesús pone en boca de Abraham: «Tienen a Moisés y a los profetas. ¡Que los escuchen!». Moisés representa la ley: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas las fuerzas […] y al prójimo como a ti mismo», una regla para vivir y alcanzar la vida de Dios. Y los profetas no hacen sino sacudir al pueblo, una y otra vez, para que no olvide esta regla de vida, como hemos escuchado hoy al profeta Amós: «¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion […] y no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José! [Es decir, el Pueblo de Dios]. Por eso irán al destierro, a la cabeza de los deportados, y se acabará la orgía de los disolutos».
Los pecados de omisión contra la caridad no son solo indiferencia ante las necesidades del cuerpo, también a las del alma. Al leer al profeta no podía sino acordarme de los que tenemos responsabilidad sobre otros: los reyes y los gobernantes sobre los pueblos; los padres sobre los hijos; los maestros sobre sus alumnos; los sacerdotes sobre los fieles; los obispos sobres los sacerdotes y sobre los fieles. Cuando estos se olvidan del bien que cada uno de ellos tiene el deber de custodiar para los otros y se encierran en sus propios intereses, en sus propios gustos, groseros o refinados, son como estos de los que habla Amós, que no se conmueven por la ruina de los hijos de Dios. Las palabras del profeta son tan terribles como infalibles: «Irán al destierro, a la cabeza de los deportados, y se acabará la orgía de los disolutos».
El juicio anticipado de la parábola pone ante nosotros infierno o gloria.
«Tienen a Moisés y a los profetas. ¡Que los escuchen!». Que sea nuestra norma de vida no el darnos gusto, sino la ley de Dios. Aprendamos del que ha encarnado la ley de Dios, su Hijo hecho hombre. Aprendamos de Cristo, que por caridad enseñó la verdad a todos, intentando corregir incluso a aquellos fariseos que lo detestaban. Aprendamos de él, que por caridad curó a los enfermos, perdonó a los que lloraban sus pecados y auxilió a los que sufrían. Aprendamos de él, que olvidándose de sí y de sus derechos, dio su vida para la salvación de todos los que le obedecen. No hay vida más bella que esta, y solo esta lleva hasta Dios. Salgamos de nosotros mismos para fijarnos en él, para unirnos a él, para caminar con él, para entregarnos con él. Al final, y para siempre, viviremos con él, en la comunión con los santos y con Dios.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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