Domingo XXVII TO C (6-X-2019)
«Arráncate de raíz y plántate en el mar»
San Lucas nos da noticia de una petición que los Apóstoles hacen a Jesús: «Auméntanos la fe». El relato no nos da ninguna indicación del motivo o de las circunstancias en las que los Apóstoles hacen esta petición. Seguramente vieron algo, oyeron algo, vivieron algo que les llevó a esta petición, pero el evangelista no nos lo cuenta, como si quisiera que, sin más, concentrásemos nuestra atención sobre la petición de los Apóstoles y la respuesta de Jesús:
«Auméntanos la fe»
La fe en la Biblia está siempre referida a Dios. En nuestro lenguaje común podemos usar la palabra fe de formas muy diversas, y puede llegar a significar, sin más, que «confiamos en alguien»: en nuestro amigo, en nuestro padre… Pero en la Biblia, «fe» hace siempre referencia a Dios. Solo se tiene fe en Dios, solo a Dios se le da fe. La fe es una forma de relación con Dios. ¿Y quién puede fortalecer o profundizar esta relación? Solo Dios. Porque la fe mira directamente a Dios, porque Dios es su objeto y su meta, la Iglesia enseña que es una «virtud teologal»; porque es un vínculo de relación entre Dios y el hombre, la Iglesia enseña que es un «acto humano» y un «don de Dios». En su simplicidad, los Apóstoles saben que la fortaleza de este vínculo con Dios deben suplicarla a Dios.
Llegamos con esto al segundo punto importante: al pedir a Jesús este incremento de fe están reconociendo que Jesús es Dios. Esto ya es un acto de fe: ven a un hombre, a Jesús, reconocen en él a Dios, y le suplican que les incremente la fe. Ellos ya tienen fe, aunque su fe deba crecer mucho aún. San Ireneo dice que la fe nace de la verdad y nos da acceso a la verdad, es decir, que es una relación que nace del contacto con la verdad y nos introduce en el conocimiento, en el amor de la verdad. La fe nace en el contacto con el Dios verdadero, que se ha acercado a nosotros, Jesús; y nos introduce en el conocimiento del Dios verdadero: del Dios Uno que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, el Dios que nos revela Jesús. La verdadera fe nace del contacto con el Dios que se ha hecho hombre, Jesús; y nos conduce al Dios verdadero, al Dios Uno y Tino. Creer algo falso, como creer que Alá es Dios, como creer que la tierra es Dios, no es fe y no lleva al hombre a relacionarse con Dios, solo con la falsedad y con la mentira, solo nos lleva al caos, a la oscuridad. Los Apóstoles tenían poca fe, pero su pequeña fe era verdadera: identifican a Jesús con Dios y a él le suplican: «auméntanos la fe».
Al pedir que su fe sea acrecentada, los apóstoles manifiestan algo muy alentador para nosotros: que la fe puede crecer. Sí, a veces, nosotros, como ellos, nos vemos con una fe demasiado pequeña, a veces, vacilante; pero esa fe puede crecer y podemos pedir a Dios que la aumente. De la misma forma que el conocimiento y la confianza entre dos amigos puede crecer, también puede hacerlo la fe, puede crecer nuestro conocimiento del Dios vivo, nuestra relación con él, el vínculo de la fe que nos une a él. No nos debe asustar ni entristecer comprobar que nuestra fe es aún pequeña: como la de los Apóstoles, puede crecer.
«Si tuvierais fe como un granito de mostaza».
Las palabras de Jesús enfrentan a los Apóstoles con una primera realidad: que su fe es muy pequeña, no llega a ser siquiera como una semilla de mostaza, que es realmente una semilla diminuta. Jesús no dice que no tengan fe en absoluto, como algunos han interpretado; lo que dice es que su fe aún no da la talla, que es menor de lo que necesitan. Nuestra fe es también así, aún es más pequeña de lo que es necesario.
Hay un contraste entre la fe que «parece» que tienen los apóstoles en sus primerísimos contactos con Jesús, cuando responden a su llamada y lo dejan todo para seguirle, y lo que hay de veras. Las palabras de Jesús ponen de manifiesto lo que hay de veras; y la fragilidad que van a experimentar ante la cruz le dan la razón a Jesús. Nosotros nos asombramos de cómo Simón y los otros dejan la barca y las redes y se van detrás de Jesús. Pensamos que para eso hace falta mucha fe, pero la fe de los inicios tiene mucho de expectación, mucho de fascinación por la humanidad de Jesús, mucho de humano, en el mejor sentido de la palabra, porque Jesús aparece con una humanidad real y extraordinaria. Lo cierto es que Jesús pone de manifiesto que la fe de los suyos es aún demasiado pequeña.
Sin embargo, Jesús no se lo reprocha a los Doce. Desde luego, no es un impedimento para que con esa fe tan pobre sigan a Jesús: él no los echa de su lado, no los aparta. Lo que ocurre es lo contrario: él los ha llamado y junto a él la fe de los apóstoles crecerá realmente. En su seguimiento, en su compañía, en su escucha, en el contacto con la Palabra encarnada, la fe crecerá y se hará verdadera y fuerte. Sí, las palabras de Jesús manifiestan que la fe de los apóstoles no es suficiente. La fe de los inicios por la que dejaron todo y la fe del presente, la que les mantiene con él, aún no es suficiente. Es necesario otra fe, la que obtendrán en la compañía de Cristo, perseverando junto a él, en sus pruebas, yendo con él hasta el momento definitivo, aunque sea a regañadientes («¡vayamos también nosotros a Jerusalén»). La verdadera fe será el resultado de la perseverancia junto a Jesús; de la educación, en el tiempo y en el dolor, que protagoniza el amor de Cristo. Ante el amor de Jesús consumado en la cruz, su fe crecerá. Participando a su manera de la muerte de su Señor en la cruz, su fe crecerá. La verdadera fe es el fruto que madura en el árbol de la cruz. Cristo lleva a maduración la fe de los verdaderos discípulos en la cruz.
«Diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería».
Jesús hace referencia así al poder de la fe, a lo que ella alcanza. Al contemplar este fin de la fe, se entiende que Jesús juzgue que la fe inicial, que ha arrancado a los Apóstoles de su mundo y los ha llevado con él, no sea suficiente, no es aún fe divina, la que arranca a los hombres de esta tierra y los lleva al cielo.
Mt 17,21 describe el poder de la fe con la imagen de «mover montañas»: En aquella ocasión, distinta a la del evangelio de hoy, Jesús les dice que si tuvieran fe podrían decir a una montaña que cambiase de lugar y les obedecería. ¿Qué expresa esta imagen? El poder de hacer algo imposible. Pero en Lucas la expresión de plantar un árbol en el mar es algo más: plantar un árbol en el mar no solo es poder lo imposible, sino poder lo que no es imaginable, lo que no se espera.
A partir de aquí, reconozco que la interpretación va más allá de lo que dice propiamente el texto, de forma que cualquiera podría decirme con razón que lo que digo no es una conclusión necesaria de lo que dice Lucas. Sin embargo, no puedo dejar de ver en esta imagen la expresión de la finalidad verdadera de la fe, que no es conseguir algo imposible, por ejemplo, la curación de un cáncer terminal, sino conseguir algo mucho más grande, que no solo es imposible, sino algo que ningún hombre pudo nunca imaginar o esperar, «lo que Dios ha preparado para sus hijos». No puedo dejar de ver en el mar a Dios mismo, inabarcable, insondable, misterioso e infinito. No puedo dejar de ver en el árbol la humanidad que Cristo ha asumido, la humanidad que ha tomado de la Virgen María, su propia carne humana, y la humanidad de la Iglesia, la de cada cristiano unido a su Señor, la humanidad resucitada que el Hijo ha plantado en la misma vida de Dios, la humanidad en la divinidad, el hombre en la Trinidad. La fe tiene el poder de plantar nuestra humanidad, unida a la de Cristo, en el seno de la Trinidad, como un árbol en el océano. Este es el verdadero fin de la fe: adentrarnos en el ser de Dios, hacernos partícipes de su vida, plantarnos en el paraíso. Y, desde luego, que la forma perfecta de este árbol plantado en el mar, nuestra humanidad plantada en la Trinidad, es el árbol de la cruz. La fe nos da la vida, la vida verdadera, la vida de Dios; así hay que entender la misteriosa afirmación del profeta Habacuc: «el justo vivirá por su fe».
Mientras estamos en camino, mientras el momento final se acerca, es justo pedir: «auméntanos la fe», Señor. Jesús, Señor y Dios mío, admítenos en la compañía de los que te siguen hasta la cruz. Ten paciencia con nosotros cuando nuestra humanidad se resiente, quiere retroceder y se queja. Aviva entonces nuestra voluntad con tu amor, para que lleguemos contigo hasta el final. Purifica, perfecciona y acrecienta nuestra fe, para plantar nuestra pobre humanidad, con la tuya resucitada, en el océano inmenso de la Santa Trinidad, único Dios vivo y verdadero.
Alabado sea Jesucristo.
Enrique Santayana C.O.Archivos:
Homilía del XXVII domingo del TO, cilco C, 6 de octubre de 2019
En la iglesia del convento de las Bernardas, en Alcalá de Henares, mientras la iglesia del Oratorio está en obra.