Humildad, verdad y oración
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- Categoría: Domingo XXX
Me gustaría que entendiésemos esto. Un hombre se hace a sí mismo y se mide por sus relaciones, ellas acaban definiéndonos. Si nuestras relaciones humanas están marcadas por la justicia, o por la gratitud, o la amabilidad, o la generosidad, o la servicialidad, u otras virtudes, terminamos siendo hombres justos, agradecidos, amables, generosos, amables… Si estas mismas relaciones están marcadas por la injusticia, la ingratitud, el desamor, la avaricia… entonces realmente seremos injustos, ingratos, desamorados, avaros…
Por tanto, las relaciones acaban definiendo a cada cual: las relaciones con los hombres; la relación con un mismo también (si uno es honesto, sincero y coherente consigo mismo, o lo contrario); y la relación con Dios. En realidad, las tres cosas van juntas. Pero, sobre todo, la relación que nos da forma a nosotros mismos, y para la eternidad, es la relación con Dios. El amante de Dios tendrá a Dios como riqueza eterna, el que odia a Dios tendrá el odio como su eterna nada y desesperación.
Pues bien, la relación con Dios tiene un nombre: oración. El Evangelio habla hoy, como el domingo pasado, de la oración. Y he dicho todo lo anterior, porque la oración está desprestigiada entre los cristianos. Si empiezo diciendo: «hoy Jesús nos habla de la oración», muchos pensáis: «¡Va! ¡Una cosa menor!» ¡Y desconectáis! Parece que es una cosa que se hace cuando ya no hay nada importante que hacer. Si uno tiene que atender a su familia, o los deberes que le impone un cargo importante, no reza. Digo más: si uno tiene que administrar la casa de Dios y eso le obliga a muchas cosas diversas, parece que tiene la excusa para no rezar. ¡Pero qué ceguera es esta! Cuando Jesús nos habla de cómo rezar, no nos habla de una cosa banal, sino de algo que definirá quiénes somos para la eternidad.
El domingo pasado Jesús nos enseñaba la importancia de pedir a Dios con confianza y con insistencia. Hoy nos habla de que solo el humilde es escuchado. Solo la oración del humilde atraviesa los techos de una casa o de una iglesia y asciende, deja atrás a los ángeles y alcanza los oídos de Dios. Ya lo decía el libro del Eclesiástico: «la oración del humilde atraviese las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste [no se para] hasta que el Altísimo lo atiende».
El contrario al humilde, el soberbio, es descrito por esta introducción de san Lucas: «Jesús dijo esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás». El soberbio mira a Dios como si no lo necesitase todo de él, no se da cuenta de que todos sus méritos son nada ante la santidad de Dios. Esta es la descripción del hombre que hoy se considera creyente. Se cree bastante bueno, y que Dios no tiene grandes motivos para alejarlo de él. ¡Cuánto desconocimiento de la propia pobreza! ¡Y cuánto desconocimiento de la grandeza de la santidad de Dios! Por eso entra en la iglesia y no busca el lugar donde la lámpara le indica la presencia del Redentor, ni se arrodilla ante él, ni enseña a sus hijos respeto, silencio y humildad ante el Santo. Cree que Dios es un amiguete al que se puede tratar sin respeto. Nos acercamos a comulgarlo sin pensar en lo que hacemos, muchas veces, sin haber confesado en mucho tiempo. En el fondo, como el fariseo, nos creemos justos.
Moisés se quitó las sandalias y se postró en tierra ante la presencia de Dios. Lo mismo hizo antes Abraham y suplicó a Dios que no pasase ante él sin que pudiera antes servirlo con humildad. El profeta Isaías creía que moriría ante la visión, en el Templo, del tres veces Santo. Pedro se postra a los pies de Jesús al ver el milagro. Y así un largo etc., pero nosotros, cristianos modernos, no. No entendemos la distancia que nos separa de Dios, ignoramos nuestra propia miseria moral e ignoramos la santidad de Dios.
La verdad, por el contario, nos la da la humildad. La humildad es la verdad. Humildad viene de la palabra «humus», que significa «tierra». Y eso es lo que somos, nada, un poco de tierra. Solo Dios nos hace grandes por pura gracia, solo su amor nos purifica y nos eleva. Y hace grandes a los humildes. Santa Catalina de Siena, grandísima mujer, decía de sí misma: «Yo soy la nada más el pecado». Con mujeres así Dios hizo cosas grandes. Con ella, humilde, hizo mucho más que con muchos papas de la época que se creían santos por el solo hecho de ser papas. ¡Y la Virgen María! «He aquí la esclava del Señor». Nosotros no. No queremos saber nada de ser siervos, de obedecer, o de cosas así. Pero no hay criatura más grande que María, la humilde esclava de Dios. Ella es realmente humilde y por eso no hay petición suya que Dios no escuche.
La soberbia se manifiesta igual con Dios que con los hombres. 1El que se cree justo respecto a Dios, se cree superior a los demás. 2Y el que deja que la soberbia con los demás maleduque su corazón, termina siendo soberbio con Dios. Porque la soberbia es una especie de lujuria espiritual que enloquece la razón, como la que hizo de Luzbel el diablo: no quiso servir al hombre, más pequeño que él, lo detestó, lo despreció, y luego despreció a quien siendo Creador tanto amaba a aquel pobre Adán, plasmado de tierra. Primero despreció al hombre, luego dirigió su soberbia hacia Dios y lo desafió. El fariseo alaba su propia justicia, con la apariencia de dar gracias a Dios; pero en su alma está el veneno de la soberbia que le hace mirar con desprecio a los otros: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás, ladrones, injustos, adúlteros… ni como ese publicano». Cuando hombres como él vean la misericordia de Dios con los pecadores, se revolverán contra el Dios humilde que se ha hecho hombre y lo matarán. Han acogido la semilla del diablo.
El humilde, por el contrario, reconocerá su pecado. Ante Dios sentirá que es indigno, no se atreverá a levantar la cabeza ni a acercarse mucho. Solo se atreverá a pedir perdón: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de este pecador!». Hombres como este de la parábola, al ver al Dios que, humilde, se ha hecho hombre y ha cargado con los pecados de todos, llorarán de agradecimiento, y se abrazarán a su perdón, y serán elevados por la gracia de Dios hasta la santidad: santa María Magdalena, san Agustín, san Francisco… y tantos otros. De ahí las palabras finales de Jesús: «Os digo que el pecador bajó a su casa justificado, y el fariseo, no». Al humilde Dios le hace justo con su gracia. Al soberbio no, al soberbio Dios solo lo puede mirar con pena desde la lejanía a la que le lleva su propia soberbia y su desprecio de la bondad de Dios.
«El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». Un hombre no es más grande que cuando se arrodilla, para reconocer que no es nada y para adorar a Dios que por él se ha humillado hasta la muerte.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
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