IV Domingo de Adviento. C
22-XII-2024
«Sus orígenes son de antaño» (Mi 5,1)
Las palabras de Miqueas eran una oscura profecía, que quedaron iluminadas cuando se cumplieron en Jesucristo, siete siglos después. Miqueas es un agricultor enviado por Dios a profetizar a su pueblo, dividido desde tiempo atrás en dos reinos. El profeta ha visto la caída del Reino del norte a manos de los asirios y profetiza que también caerá el Reino del sur, el Reino de Judá, con su capital, Jerusalén. Pero anuncia que después Dios restaurará a su pueblo, haciendo surgir «al que ha de gobernar Israel», es decir, un rey. Lo hará surgir en uno de los pueblos de la tribu de Judá, Belén, donde siglos atrás había nacido David, el rey judío por excelencia, que había vencido mil guerras y había librado al Pueblo de Dios de todos sus enemigos.
Así, al que «ha de gobernar a Israel», se le imagina como un guerrero que arrancará a Israel de manos de los enemigos, para restaurarlo como Pueblo de Dios. Siete siglos después, estas palabras resonarán en Jerusalén. Unos sabios venidos de Oriente se presentan ante el rey Herodes. Herodes es un extranjero, un idumeo, que ocupa sin derecho el trono de David. Los viajeros le preguntan al usurpador dónde ha nacido el verdadero «Rey de los judíos», porque han visto una estrella que indica su nacimiento. Herodes pregunta a los que conocían las Escrituras y ellos le traen a los oídos las palabras de Miqueas: «Y tú, Belén, tierra de Judá… de ti saldrá un jefe que pastoreará [= el que gobernará] a mi pueblo Israel». Esas palabras resuenan como una amenaza en los oídos del advenedizo idumeo: en Belén nace «el que ha de gobernar Israel». Los poderes de este mundo se tambalean ante el rey que viene para reunir a los que han de ser hijos de Dios.
El caso es que Belén es un pequeño pueblo del territorio de Judá, pequeño pero lleno de dignidad a los ojos de todo Israel, porque había sido la cuna de David y porque habría de ser la cuna del hijo de David, el Mesías. Belén es una señal: pequeño en sí mismo; grande por la obra de Dios. El mismo David fue el más insignificante de los hijos de Jesé, tanto que ni siquiera su padre contaba con él, pero Dios lo puso al frente de su pueblo y le hizo la cabeza de la dinastía que traerá al mundo al Mesías. Jesús también nace en la más absoluta pobreza, pero es el rey que destruirá el poder de este mundo; y su exaltación como rey, su coronación, coincidirá con la humillación de la cruz.
Del que nace pobre en Belén Miqueas dice: «Sus orígenes son de antaño»; más aún: «de tiempo inmemorable», un tiempo donde no llega la memoria, porque no hay testigos humanos, en la eternidad de Dios, antes de que el mundo fuese creado. En pocos días escucharemos la misma verdad con el lenguaje de san Juan: «Él estaba en el principio junto a Dios». Llegamos así al punto fundamental: el que nace en Belén, en la pobreza de nuestra humanidad y como un pobre, viene de la eternidad de Dios y es Dios. Sin esto no hay nada que celebrar en la Navidad. Sin esto, las Navidades solo son las fiestas de invierno, nostálgicas y cursis. La Navidad es la celebración de la obra de Dios, que se hace hombre, que nace como hombre y que en su humanidad realizará nuestra salvación en una lucha que le llevará a la muerte. Sin esta Navidad verdadera el hombre estaría condenado a la tristeza. Por eso Miqueas profetiza que el pueblo de Dios estará perdido hasta que el Mesías lo reúna: «Los entregará [a sus enemigos] —dice— hasta que dé a luz la que debe dar a luz», hasta que dé a luz María.
El Hijo de María, Hijo de Dios, ocupará su trono en la cruz y desde allí reunirá al verdadero Israel en un único rebaño. Miqueas lo vislumbra como la unión de los dos reinos en los que había sido dividido el pueblo elegido, el del norte o Reino de Israel, y el del sur o Reino de Judá: «Volverá el resto de sus hermanos», es decir, los del Reino de Judá, «junto con los hijos de Israel», los del Reino del norte. Pero el verdadero Israel abarcará a todos los pueblos de la tierra, porque el que nace en Belén, pobre, es la vida de todo hombre que viene a este mundo. El Hijo de David, el Hijo de Dios, va a reunir en un único pueblo a todos los elegidos, la Iglesia Una y Universal, formada por todos los que den fe al anuncio de los doce Apóstoles. Tal como anuncia el mismo Jesús: «Y habrá un solo rebaño, y un solo pastor».
El hijo de David hará lo que es propio del rey: gobernar, conducir, pastorear a su pueblo. Lo hará con firmeza: «Se mantendrá firme, pastoreará con la fuerza del Señor». Es la determinación de hacer la voluntad de su Padre, como hemos oído en la epístola: «He aquí que vengo, para hacer tu voluntad». Con firmeza Jesús se pone a la cabeza de todo su pueblo, como pastor y rey. Como pastor toma sobre sus hombros la oveja herida, a todo su pueblo; los pecados de todos, los miedos de todos; y sin echarse atrás, afrontará la muerte, la vencerá y conquistará su Reino; para dar a los suyos la vida eterna y la paz.
La profecía de Miqueas, leída a la luz de su cumplimiento en Jesús, nos habla de su origen divino y de los trabajos que se tomará como hombre por nuestra salvación. El evangelio de hoy, en una escena que parece de lo más inofensiva, el encuentro de dos mujeres gestantes, es también la afirmación del origen divino del que está por nacer como hombre. En ese encuentro, en el que ya está Dios en medio de la vida humana, se desborda la alegría.
María lleva en su seno al que ha de ser el Rey de Israel, y acude hasta su pariente Isabel, que en la vejez espera un hijo, Juan el Bautista. Isabel, iluminada por el Espíritu Santo, es capaz de ver con la fe el misterio que esconde la maternidad de María: al Señor, a Dios, en su seno: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor [la que lleva en su seno a Dios]?». Isabel reconoce a Dios en el niño que lleva su prima en el vientre y hace profesión de fe en Jesús como Dios, cuando lo llama: «mi Señor», el título con el que los judíos invocaban a Dios. Es la primera vez que un ser humano confiesa a Jesús como Dios verdadero. Eso nos lleva a lo esencial, a la verdad de lo que allí ocurre: que Dios se ha hecho hombre y viene a nuestro encuentro para salvarnos. Esa es la verdad determinante del cristianismo. Esta es la verdad que nos salva. Y no es la verdad de un libro, sino la verdad de un «tú», que se acerca a nosotros en nuestra pobreza. El «tú» de Dios, que nos ama.
Y porque esa verdad es el «Tú» de Dios que viene a nosotros, el de Jesús, la fe incluye la admiración y la sorpresa por la grandeza del Dios que se acerca; y el reconocimiento de la propia indignidad y la conmoción religiosa del alma: «Pero, ¿quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». E incluye la exaltación y la bendición de Dios y de su obra: «Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre». En este encuentro en el que la fe alcanza la verdad de Dios que viene a nosotros, brota la alegría que nace de lo más íntimo de Isabel, de las entrañas donde gesta a su hijo, tan deseado por ella durante años: «en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre». Isabel nos muestra la verdad que nos salva, Jesús; y la forma de acogerlo y de acercarnos a él: la piedad del corazón, el estremecimiento de nuestra pobreza ante su grandeza, la alabanza que agradece su amor. De esta fe nace la alegría.
Tendremos esta alegría, que no depende ni las circunstancias de la vida, ni de los vaivenes del carácter, si aprendemos a reconocer la verdad que es más grande que nosotros, que viene de siglos atrás y que será la misma verdad cuando vengan nuevas generaciones y cuando este mundo llegue a su fin: que Dios en María se ha hecho hombre y ha venido a nuestro encuentro para salvarnos.
Bendita tú, María, que nos traes al Dios verdadero.
Solo tú nos das a Dios, hecho hombre en tu seno.
Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre.
Bendito tú, Dios verdadero, que vienes a nuestra pobreza sin que lo merezcamos.
Bendito tú, al que nada podemos ofrecer digno de tu santidad.
Bendito tú, que te pones a nuestra cabeza,
como Rey en la batalla, para afrontar el camino de la vida.
Bendito tú, que vienes y nos tomas sobre los hombros como Pastor para llevarnos al Padre.
Bendito, tú, verdad eterna e inmortal, el mismo hoy, y ayer y siempre, Jesús.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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