Natividad del Señor
25-XII-2024
«El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14)
Queridos todos, muy feliz Navidad.
¡Santa y feliz Natividad de nuestro Señor Jesucristo!
Acabamos de escuchar las palabras más decisivas que jamás se hayan escrito en la historia de la humanidad. Las escribe san Juan Evangelista, el que conoció a Jesús al iniciar su vida pública y ya no se separó de él. El que recostó su cabeza en el pecho de su Señor en la Última Cena. El discípulo amado por Jesús, de forma particular; tanto que en la cruz Jesús se lo dio a María como si fuese él mismo, el que había nacido de sus entrañas: «he ahí a tu hijo»; tanto que le entregó a él lo que más amaba en este mundo, que era su madre: «he ahí a tu madre». Juan es el único de los varones que con un corazón virginal permaneció junto a Jesús en la cruz, y también el primero que creyó en la resurrección cuando vio el sepulcro vacío. De él, inspirado por el Espíritu Santo, son estas palabras, las más decisivas que jamás se hayan escrito en la historia de la humanidad.
Cuando las escribió, los Apóstoles llevaban muchos años anunciando por todas partes que Jesús es Dios verdadero, el Hijo de Dios. Y que ese único Dios verdadero, el Creador de todas las cosas, era Trinidad de Personas, una comunión de amor. Y que el hombre creado por él estaba llamado a participar de la vida trinitaria, de la vida de Dios, por medio del Hijo de Dios hecho hombre, que había muerto por amor y que había resucitado. Estas verdades sobre Jesús, sobre el Dios vivo y sobre el hombre, eran el corazón de la doctrina apostólica, que los Apóstoles predicaban y bautizaban, igual que hoy: «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Es la doctrina que confesamos en el Credo cada domingo, el tesoro que guarda nuestro corazón.
Juan hace que nos fijemos en el Verbo de Dios y con él nos arrastra en una gran corriente de amor y nos lleva desde la eternidad de Dios, antes del tiempo, de un golpe, a la creación; y de la creación, en el comienzo del tiempo, al momento central de la historia del hombre, a la Encarnación del Verbo y a su nacimiento como hombre. Y de ese momento, otra vez como de golpe, nos trae a nuestro propio corazón, al momento presente, donde cada uno de nosotros, libre, decide su destino ante el Verbo hecho hombre; y de ahí, de nuevo, nos lanza hacia la eternidad de Dios.
La clave de esta especie de sinfonía arrebatadora es Jesucristo, nacido de María, el Verbo que se ha hecho carne. Con él nos lleva de un punto a otro del misterio de Dios y del hombre. Empieza en la eternidad de Dios, antes de que existiese el tiempo: «En el principio –no en el principio de la creación, sino en ese principio que no tiene principio porque es eterno…– en el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios». Estamos en el interior de la vida de la Santísima Trinidad. Y allí, el que ha nacido es identificado como Dios e Hijo de Dios. Es el Verbo de Dios, que existía desde siempre, que formaba parte de la unidad de Dios y que era Dios. Traducimos por «Verbo» una palabra griega, Logos, que significa Verbo, pero también «Palabra», y también «inteligencia de la verdad». Diciendo que es Logos, nos dice que Dios es una verdad con orden, inteligente e inteligible, todo lo contrario al caos. No un ser autoritario. No es una voluntad despótica o caprichosa, sino verdad y orden. Diciendo que es Palabra, nos dice que Dios es comunicación. Dios tiene una Palabra eterna, porque en sí mismo es comunicación, donación, amor. Esto nos lleva a entender que la Trinidad es una comunión de amor, comunicación interna de su amor.
Diciéndonos que es «Verbo», san Juan nos lleva, de la eternidad de Dios hasta el momento de la creación, cuando da comienzo la existencia de lo que no es Dios. Porque «Verbo» es palabra que se hace acción. Y este Verbo eterno de Dios crea todo de la nada: «Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho». Este versículo es determinante para que entendamos que todo lo que existe, este mundo creado, aunque después haya sido afectado por el pecado, como nuestra propia capacidad de entenderlo, tiene como principio la voluntad de Dios, el orden, la inteligencia, y el amor. La palabra eterna, que es comunicación amorosa de Dios en el seno de la Trinidad, es el principio de toda la creación. Ni nosotros, ni el mundo, somos producto del azar oscuro, ni tampoco de una ley eterna necesaria y fría, en la cual no hay sitio ni para la libertad ni para el amor. Tenemos orden, tenemos sentido, el principio de todo está en el orden, en la inteligencia, en la donación eterna de Dios, en el amor. Creados por una libertad amorosa para el amor.
Una frase resume el orden creado por el Verbo: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres». El hombre es el centro de la creación, y su vida y su luz es el Verbo de Dios. El Verbo es vida y luz del hombre, no otra cosa, no sometimiento y tortura. Hemos sido creados por él y para él. Este es el misterio que esconde nuestro corazón. Olvidando este misterio nos perdemos a nosotros mismos.
Ahora san Juan nos introduce en la historia, que es el tiempo en el que el hombre está ante Dios que le ama y le responde. Aquí aparece la tragedia del pecado: «Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió». El hombre se hace tiniebla porque se aparta de la única luz que existe. Sin embargo, Dios no se cansa y lo busca, a lo largo de toda la historia y definitivamente con la encarnación de su Hijo. San Juan va rápidamente a este momento central de la historia, precedida por el Bautista, el que había de dar testimonio de la luz que venía después de él: «No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz».
Antes de seguir adelante, recuerda el orden de la creación, que el Verbo era la luz de este mundo del hombre y que este mundo del hombre no lo conoció. Dicho lo cual, proclama solemne lo que han visto sus ojos y con eso nos introduce a cada uno en nuestro propio corazón ante el Verbo de Dios: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser [de llegar a ser] hijos de Dios». Aquí está el hombre con toda su grandeza y con toda su miseria, cada uno de nosotros, que se decide a sí mismo, grande o miserable, en su acogida o en su rechazo al Verbo de Dios. Estamos en nuestro propio corazón ante el Verbo de Dios, ante el niño que nace, y nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestros afectos, deciden sobre este que aparece débil ante nosotros. Estamos ahora en nuestro propio corazón y nos jugamos llegar a ser hijos de Dios o perdernos en las tinieblas. No hay otra alternativa. Nuestro destino eterno, más allá de este mundo, se decide ante la luz que viene a este mundo, en este instante en el que él llega a nosotros. Acogerle es un nuevo nacimiento, porque los que éramos criaturas, nos convertimos en hijos, que ya no están gobernados por los principios del mundo, sino por el mismo principio por el que el Verbo fue engendrado desde toda la eternidad: «Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios».
El evangelista, que tanto ha amado a Cristo, nos sitúa a cada uno ante este misterio de amor. Dicho lo cual, toda su atención vuelve al Verbo en el momento central de la historia, cuando el Verbo eterno, rompiendo los límites de su propia creación, entra en ella por amor, porque no otra cosa le mueve: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». La primera obra era la creación de la nada, la segunda obra es esta que se inicia haciéndose hombre, la obra de nuestra redención. Primero el Verbo en su eternidad, después su obra creadora, luego el orden del mundo y del hombre, el drama del pecado, luego nuestro propio corazón puesto ante él, y ahora el Verbo iniciando la redención del género humano, la obra con la que nos rescata del pecado y nos da por herencia el cielo, la vida de la Trinidad.
No debo extenderme más y resumo lo que queda. El Verbo se ha hecho carne, ha tomado para siempre como suya y propia nuestra naturaleza y nuestro ser. De una vez para siempre, el Verbo divino es también hombre. Y en su humanidad, hemos contemplado la gloria de Dios, que es la gloria de su amor. De esta humanidad recibimos no una ley externa a nosotros, sino su gracia, un principio de vida más fuerte que el pecado, que nos hace capaces de vivir su vida. Su humanidad, la comunión con él, verdadero hombre, es nuestro camino para adentrarnos en el ser de Dios, el destino y el horizonte de nuestra vida
«Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad […] Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer».
Así san Juan nos eleva hasta la vida de Dios, nuestro destino, el que hoy se abre en la humanidad con la que nace el Hijo de Dios. Que el amor nos una al Verbo hecho hombre y con él alcancemos la vida de Dios.
Siempre sea alabado
Oratorio de San Felipe Neri
P. Enrique Santayana
Alcalá de Henares