I Domingo de Cuaresma, C
9-III-2025
«No de pan solo vive el hombre» (Lc 4,4)
En el bautismo Jesús fue ungido por su Padre, con el Espíritu Santo. Eso marcó el fin de su vida oculta y el inicio de su vida pública. Pero antes de empezar a predicar fue al desierto, no por voluntad propia, sino conducido por el Espíritu Santo, y allí permaneció cuarenta días. San Lucas da a entender que fue tentado durante todo ese tiempo. Las tres tentaciones finales son la recapitulación de todas las que padeció en esos días. Además, san Lucas termina la narración diciendo: «el demonio se marchó hasta otra ocasión». El Señor fue tentado por el diablo hasta el momento mismo de su muerte. San Mateo relata que ya crucificado, los que pasaban por allí, primero, los miembros del Sanhedrín, después, y, en tercer lugar, los salteadores ajusticiados con él, le incitaban a desobedecer el plan de Dios o a apostatar (Cf.: Mt 27, 39-44). Así, toda la vida de Jesús aparece como una guerra contra el diablo. La obra redentora de Cristo, antes que nada, es una lucha espiritual, que consiste en afirmar existencialmente, como hombre verdadero, 1) que Dios es lo único necesario para el hombre, porque «el hombre no puede vivir de pan solo»; 2) que el hombre no puede sustituir a Dios haciéndose dueño absoluto de sí, ni puede sustituirlo por los ídolos del poder, del placer o la riqueza: «Al Señor tu Dios adorarás, y solo a él darás culto»; y 3) que a Dios no podemos ponerlo a nuestro servicio, al contrario: el hombre como criatura le debe obediencia; y el cristiano como hijo adoptivo, le debe una obediencia amorosa y confiada: «No tentarás al Señor, tu Dios».
Estas tres grandes afirmaciones existenciales de Jesús se recapitulan en su obediencia a Dios en la cruz, que es 1’) el sí definitivo a Dios, 2’) el sí obediente a su voluntad, 3’) el sí de su alma que se entrega y se pone en manos de Dios. Toda la predicación de Jesús y todos sus milagros no hubieran valido nada si Jesús no hubiese llevado esta lucha hasta el final. En la cruz, vencidas todas las tentaciones, Jesús se convierte en una fuente de la que mana una vida nueva. Del Crucificado manan los sacramentos y la gracia. Esa gracia es su amor que nos une a él y es el principio de nuestra propia victoria.
Quiero llevar esto a nuestro presente. Muchos, cristianos y no cristianos, se dan cuenta de que algo no va bien en nuestro mundo. Parece que caminamos hacia nuestra destrucción. Algunos ven que ese camino hacia el precipicio está guiado por las ideas que ya desde hace tiempo han venido dando forma a las leyes, a la vida cotidiana y al pensamiento de muchas personas. Entre otras: las ideas introducidas con la ideología de género, las ideas que promueven el aborto y la eutanasia, las ideas que tienen que ver con la bajísima natalidad, las introducidas por el ecologismo radical o el feminismo radical, la idea de que el matrimonio ya no es para toda la vida… Tienen razón los cristianos y no cristianos que afirman que estas ideas nos conducen al abismo. Ante eso, propugnan que hay que dar una batalla cultural, una batalla de ideas. Sin embargo, al menos los cristianos hemos de darnos cuenta de que, en realidad lo nuestro es una guerra espiritual.
Los males de nuestra época tienen su origen en la posición espiritual del hombre contemporáneo: su negación de Dios como Dios, es decir, la apostasía generalizada. Según esa negación, el hombre está solo en el universo y ha de darse sus propias normas e intentar buscar su pequeña salvación en este mundo. En nuestros días, la negación de Dios se ha extendido hasta su obra: se niega que el mundo y el hombre tengan una naturaleza que imponga leyes biológicas y morales. Se quieren romper las leyes naturales de la biología, de forma que una mujer pueda decir que es varón o un varón pueda decir que es madre. Y olvidan las leyes morales, como si mentir, robar, traicionar, adulterar… no tuviera consecuencias. La negación de Dios lleva a la negación de la naturaleza misma de las cosas y de las personas. La muerte de Dios termina con la muerte del hombre. Esta es una guerra espiritual que se libra desde la creación del mundo, en la que se juega la salvación o la condena eterna, una guerra en la que todos participan, lo quieran o no.
Pero aquí viene un punto fundamental: esta guerra se libra, antes que en ningún otro ámbito, en el alma de cada cristiano. Jesús no hizo declaraciones altisonantes, no hizo una revolución, ni fundó un periódico para divulgar sus ideas, ni encabezó un partido político para cambiar las cosas con el poder, sino que en primera persona, desde el primer día hasta el final en cruz, se enfrentó personalmente con la tentación y la venció. Nosotros no podemos hacerlo de otra forma. Las batallas que haya que dar en la política, en la cultura, o donde sea necesario, dependen de esta anterior que se libra en nuestra alma.
Todo se juega en estas tentaciones. La primera: ¿Estoy solo en este universo material o existe también Dios? Si solo existe lo que podemos ver y tocar, lo material, entonces intentaremos volcar en ello nuestra alma como si fuera nuestro único pan («haz que estas piedras se conviertan en pan»). Pero nosotros, unidos a Cristo diremos: No. Hay algo más que este mundo material. Existe Dios, que me creó y tengo hambre de él. Todo el universo material es poco para mi alma. Solo Dios es mi verdadero alimento. Sólo él es la respuesta al hambre de amor que hay en mi, hambre de amor perfecto, infinito y eterno que solo él puede saciar: «No de pan solo vive el hombre»[1].
La segunda: ¿Puedo yo ocupar el lugar de Dios y que todo sirva a mi voluntad y mi poder? ¿Puedo decidir yo lo que está bien y lo que está mal, lo que es verdadero o falso? ¿Puedo abortar a mi voluntad, elegir ser varón o mujer, adulterar, robar, mentir o traicionar según me parezca o me convenga? ¿Puedo hacer del poder, del placer o de riqueza mi Dios? ¿Puedo proclamarme Dios? «Te daré el poder y la gloria […] Si te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». Nosotros, unidos a Cristo, diremos: ¡No! Dios ha creado el Universo con un orden inteligente y bueno, que se expresa en las leyes de la naturaleza y en la ley moral inscrita en el alma. Y para que toda la creación se dirija a él en un movimiento de amor y de adoración, Dios ha puesto al hombre como su cabeza. Yo no romperé esa ley llena de bondad, de belleza y de bien. Yo adoraré solo a Dios. No al poder, no al dinero, no al placer, no a mí mismo ni a ningún otro. Me uniré a Jesús y adoraré solo a Dios: «Al Señor tu Dios adorarás y solo a él darás culto».
La tercera. ¿No podré poner a Dios a mi servicio? ¿No podré usar de su misericordia para hacer lo que me dé la gana con impunidad? ¿No podré servirme de la religión para ganar la voluntad de los hombres religiosos y hacerme con el poder o con las riquezas? ¿No podré, incluso, servirme del ministerio sagrado para escalar hasta la cumbre de la vanidad? «Si eres Hijo de Dios, tírate», «Exige de su bondad que se ponga a tu servicio. ¿No dice que te ama? Pues que te sirva». Pero nosotros, unidos a Cristo, diremos: ¡No! No pondré a prueba el amor a Dios, no tentaré a Dios. Soy yo el que he sido creado para servir a Dios y mi única gloria consiste en perseverar y permanecer en su servicio: «No tentarás al Señor, tu Dios».
Estas son las tentaciones que dan forma a la guerra espiritual en la que estamos metidos de hoz y coz, en la que cada uno de nosotros es protagonista y que se desarrolla, en primer lugar, en el alma. Unidos a Cristo y con su gracia, los cristianos de esta generación podemos vencer de nuevo, como lo hicieron otros antes que nosotros. Solo eso asegura un cambio real en el mundo, una cultura que vuelva a ser cristiana, donde el hombre pueda vivir y caminar hacia Dios.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares
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[1] Es es la traducción que mejor respeta el original griego: Οὐκ ἐπ̓ ἄρτῳ μόνῳ ζήσεται ὁ ἄνθρωπος, donde «solo» no es adverbio, sino adjetivo de «pan»; y me parece que expresa mejor el sentido de las palabras en el Evangelio.