II Dom. Cuaresma C
16-III-2025
«Se encontró Jesús solo» (Lc 9,36)
Queridos todos:
Es difícil imaginar una escena de la vida de Jesús más fascinante que esta de la Transfiguración: de repente, en la noche oscura de un monte, mientras ora, el rostro de Jesús resplandece de gloria, sus vestidos brillan, como si no pudieran ocultar el resplandor del cuerpo de Jesús, que es el cuerpo humano de Dios… Pero no debemos engañarnos, esta escena nos habla de la cruz a la que nos encaminamos, nosotros con Cristo, si es que somos de verdad suyos.
Las autoridades judías nunca habían aceptado que Jesús viniese de Dios. Al principio solo habían mostrado una oposición latente; pero en el tiempo en que acontece la transfiguración el enfrentamiento era ya abierto y creciente. Les parecía insoportable que Jesús enseñase e hiciese discípulos, mostrando la pretensión de venir de Dios. Esa oposición suponía una doble prueba para la fe aún titubeante de los discípulos: ¿no estarían siguiendo a un loco o a un blasfemo? Y, si el Maestro acababa mal, ¿cómo acabarían ellos? Por si eso fuera poco, Jesús les anunció, por primera vez de forma abierta, que él debía sufrir mucho, ser reprobado por el Sanhedrín, ser matado y resucitar al tercer día. Y, a continuación, les había dicho: «Si alguno quiere venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y me siga».
Ocho días después de estas palabras tiene lugar la Transfiguración. Jesús sube al monte y todo acontece en el ámbito de la oración de Jesús: «Mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor». Es un signo de la vinculación sobrenatural de Jesús con Dios. Y aunque no podemos romper el misterio del diálogo entre Jesús y Dios Padre, lo que sucede nos revela, al menos en parte, el contenido de ese diálogo. Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, también ellos revestidos con una gloria que no es de este mundo, como testigos de Dios, delante de Jesús y delante de los tres discípulos. Moisés es representante y cabeza de la Ley, Elías lo es de los Profetas. «La Ley y los Profetas» era la fórmula con la que los judíos se referían a lo que Dios había revelado a Israel desde Abraham. La Ley y los Profetas, la entera Escritura, todo lo que Dios había hecho, legislado y anunciado, todo apunta a Jesús y forma parte del diálogo de Jesús con su Padre. ¿Y de qué hablan? Dice san Lucas: «hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén». La cruz es el centro del plan de Dios Padre y el Hijo recibe amorosa y obedientemente de su Padre este plan y lo lleva hasta el final. Moisés y Elías, dos hombres, están presentes porque este plan tiene que ver con el hombre. El diálogo sobre la cruz es el diálogo amoroso sobre nuestra salvación. Los sentidos perciben un contraste: vemos la gloria divina de la humanidad de Cristo y, al tiempo, escuchamos hablar de su muerte, de su humillación. Ese contraste nos indica que nosotros hemos entrado en el corazón de Dios, con todo nuestro pecado, con nuestra desobediencia, con nuestra ofensa… La gloria viene de Dios, la humillación de nuestro pecado. Y todo recae sobre el Hijo hecho hombre.
En poco tiempo, veremos a Jesús orando en otro monte, el de los Olivos. El tema será el mismo: su muerte. Ya no veremos gloria alguna en el rostro de Jesús, sino sudor de sangre y angustia, porque él mismo abrirá las puertas de su alma humana para sufrir la oscuridad y la lejanía de Dios que le llegan del pecado de todos los hombres. En los dos momentos estarán presentes los discípulos. San Lucas dirá que en los Olivos «se dormían por la tristeza» (Lc 22,45). Y aquí en la transfiguración dice: «se caían de sueño». El papa Benedicto XVI comentaba que el sueño expresa la torpeza de quien ve y no entiende. En los Olivos, dominados por la tristeza, no serán capaces de entender nada del sufrimiento que se acerca. En la transfiguración, consiguen superar la torpeza de la mente y llegan a ver la gloria de Jesús. Entonces Moisés y Elías se alejan de Jesús y Pedro habla: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro siempre habla apresuradamente, pero capta algo cierto. Lo dice perfectamente con toda la sencillez del mundo: ¡Qué bueno es que estemos aquí! Porque «somos ciudadanos del cielo», tal como ha dicho san Pablo, porque estamos hechos para Dios. San Lucas apostilla: «No sabía lo que decía» y con eso quiere decir que Pedro no sabía que aún quedaba un camino estrecho y amargo para llegar a la gloria definitiva, que es nuestra verdadera casa. Es indispensable que entendamos que la compañía de Dios y de los santos es nuestra casa, que solo accedemos a ella por nuestra unión con Cristo y que solo allí podemos decir: ¡Qué bueno es que estemos aquí! Si no entendemos esto, andaremos, como dice san Pablo, «como enemigos de la cruz de Cristo». Si renunciamos a alcanzar nuestra casa, si renunciamos a la gloria, rechazaremos la cruz, nos haremos enemigos de la cruz de Cristo.
Mientras Pedro está aún con la palabra en los labios, «llegó una nube que los cubrió con su sombra». De la luz en medio de la noche pasamos a una densa nube que los introduce en una oscuridad más densa que la oscuridad natural de la noche y los llena de temor. La nube les introduce sensiblemente en una realidad que está más allá de los sentidos: la grandeza siempre misteriosa de Dios: insondable, inescrutable, inabarcable, inefable… Los ojos ya no pueden ver, pero entonces los oídos se hacen más atentos y escuchan una voz que proviene de la nube, la voz de Dios: «Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadlo». Digan lo que digan los entendidos y poderosos de este mundo, «Este es mi Hijo». Pasaréis miedo cuando se acerque la cruz, pero no dudaréis de que es mi Hijo. No sabréis por qué es necesaria la cruz, pero no dudaréis de que es mi Hijo, el que he elegido para llevaros a mi gloria. Lo escucharéis, le obedeceréis, no os apartaréis de él. Nuestra fe puede pasar por mil dificultades, dejará de ver, experimentará temor, pero no albergará una sola duda: seguimos al Hijo eterno de Dios.
Escuchada la voz, todos los signos sobrenaturales desaparecen. Ya no hay luz ni sombra sobrenatural, ya no están los testigos del Antiguo Testamento, ni se oye la voz del cielo… Está Jesús solo. Los discípulos tienen delante a Jesús solo.
Los discípulos, hoy igual que entonces, tenemos a Jesús y con él lo tenemos todo. Él lo es todo para nosotros. Unidos a él, sobre todo en la Eucaristía, no huiremos de la cruz, aunque experimentemos miedo y aunque no entendamos. Cuando llegue la cruz, con la soledad o la enfermedad, con el señalamiento público o con el martirio; cuando llegue la cruz con el sacrificio cotidiano que conlleva la obediencia a la ley de Dios, con el sacrificio cotidiano que exige el amor a Dios y al prójimo; con el sacrificio como padres o esposos, hijos o amigos; con el sacrificio que nos exige el amor a todos…; cuando llegue la cruz de la forma que sea, no huiremos, no nos mostraremos como enemigos de la cruz de Cristo, sino que en ella nos uniremos más a Jesús: «Si alguno quiere venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz cada día, y me siga». Dice Benedicto XVI: «“Jesús solo” es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él que subiendo hacia Jerusalén dará la vida y un día “transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo”».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Homilía del II Domingo de Cuaresma, C
16 de marzo de 2025, Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares, Madrid
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