Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares
III Dom. Cuaresma C
23-III-2025
«Yo cavaré alrededor y le echaré estiércol,
a ver si da fruto en adelante» (Lc 13,8)
 
Queridos hermanos:
Con este domingo llegamos a la mitad del camino cuaresmal y es como si Dios se empeñase en que volvamos a la idea fundamental del primer día, del miércoles de ceniza: la conversión. Necesitamos convertirnos. ¡Que palabra tan extraña a nuestra mentalidad!
Se acercan unos a Jesús para contarle que Pilato, el gobernador, ha dado muerte a unos galileos cuando ofrecían sus sacrificios en el Templo. Los judíos creían con razón que Dios, justo y Creador del hombre, hace justicia del mal o del bien cometido. Pero se equivocaban al pensar que Dios hacía justicia en esta vida: de forma que la buena fortuna era la recompensa de Dios por una vida buena, y la enfermedad, el infortunio y las desgracias, eran su castigo por una vida mala. No tenemos tiempo de explicar las raíces de esta idea que les venía de antiguo y que Jesús corrige. Cuando le cuentan lo de los galileos muertos por mano de Pilatos, Jesús pone al descubierto ese pensamiento con una pregunta: «¿Creéis que esos galileos eran más pecadores que los demás por lo que les ha pasado?» Estarían todos por decir: «¡Claro, maestro!». Pero Jesús, sin dejar que respondan, sigue: «Os digo que no». Nosotros esperaríamos que aquí nos explicase por qué existe el mal, o por qué hay hombres que sufren una muerte así. Pero a Jesús no le interesa eso, al menos en este momento, sino que convierte la muerte sangrienta de aquellos en una advertencia: «Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis igualmente». Y confirma lo que les acaba de decir recordando otro hecho desgraciado que debían de conocer todos: «Aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y murieron, ¿eran más culpables —más pecadores— que los demás habitantes de Jerusalén?» Y sin dejar que contesten, vuelve a sentenciar: «Os digo que no. Y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
Si no nos convertimos, sufriremos una muerte cruel, no en el sentido físico, sino en un sentido más profundo. Jesús va de lo visible a lo invisible, del cuerpo al alma, de lo que es pasajero a lo que es eterno. Advierte de la crueldad que supone la muerte del alma, la eterna lejanía de Dios, la eterna oscuridad, el odio eterno en el que se consume el alma que no se convierte. «Si no os convertís». No hay forma de edulcorar esta advertencia de Jesús. Tomemos esta advertencia tal como nos llega a cada uno.
Reconozcamos que somos culpables, nuestra lejanía de Dios, y volvámonos a él. San Pablo, que teme por la salvación de los cristianos que él ha hecho en Corinto, también quiere moverlos a conversión y les recuerda lo que había pasado con los judíos que habían salido de la esclavitud de Egipto. ¿Quién iba a decir que aquellos elegidos quedarían tendidos en el desierto? Nadie lo habría dicho, pero así ocurrió. Después de haber sido liberados con el paso del Mar Rojo, de ser alimentados con el maná y saciada su sed con el agua que brotaba de la roca, «la mayoría de ellos no agradó a Dios y sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto». Y termina el Apóstol: «Por lo tanto, quien se crea seguro, tenga cuidado, no caiga». San Pablo, igual que Jesús, advierte a los que ama. Tomemos nosotros la advertencia de Jesús, que ciertamente nos ama, tal como nos llega a cada uno.
San Pablo dice: «Estas cosas —la muerte de los judíos que murieron en el desierto— sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos». «Codiciar el mal». El original griego habla de «no codiciar las cosas malas»[1], lo cual me parece más concreto, porque normalmente no codiciamos el mal en general y en sentido absoluto, sino que codiciamos cosas malas: una comodidad excesiva, el honor de los grandes, los bienes del prójimo, la mujer del prójimo… las riquezas. Y esa codicia, el amor a las cosas malas, pervierte nuestro corazón y nos encamina hacia la perdición. El gran san Bernardo habla de la conversión como una conversión del amor, habla de «convertir el amor», cambiar el objeto y el rumbo de nuestro amor. Es decir: dejar de «codiciar las cosas malas», para apetecer al Bueno, para desear a Dios. ¡Convertir el amor! Es verdad que la conversión tiene otros aspectos no tan hermosos como este de convertir el amor a Aquel que tanto nos ama, cuyo amor nos llama desde la cruz. Pero hoy basta que nos tomemos en serio la advertencia de Jesús: «Os digo que … si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera».
En el Evangelio, Jesús sigue adelante con una parábola: una higuera que lleva ocupando tres años un terreno fértil sin dar fruto. Esta imagen nos lleva al punto crucial del juicio de Dios: la falta de fruto, la falta de obras de misericordia, una vida improductiva en el amor. No basta no dejarse llevar por la codicia de las cosas malas hasta hacer el mal, además es necesario hacer el bien, dar fruto. No hace falta que os recuerde cómo describe Jesús el Juicio Universal, con un examen en el amor práctico de las obras de misericordia. Solemos confesarnos de lo que hacemos mal: hemos hecho mal esto o aquello, hemos mentido, hemos ofendido a alguien, hemos pecado contra la pureza… Pero no vigilamos nuestra falta de fruto: las obras del amor que podríamos hacer y no hacemos. Por la falta de fruto, el dueño quiere cortar la higuera, pero el viñador le pide un poco más de tiempo y dice al dueño: «Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar». No es difícil entender que estas palabras simbolizan la oración de Jesús por nosotros. Él es el viñador que nos alimenta con su cuerpo y su sangre, dándosenos él por entero, y rompe nuestro corazón duro con el arado de su cruz, para que en nosotros pueda penetrar su alimento. Pero el amor llama al amor y nada puede si no es correspondido libremente. Hemos de convertir nuestro amor y Jesús es nuestra última oportunidad: «Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar».
Jesús, tú eres mi última oportunidad. Tu sangre será el último riego que me dará la oportunidad de dar fruto. Dame la gracia de convertir mi amor hacia ti. Que olvide todas las riquezas que tú no me das, que me olvide de todos los placeres desordenados, de todos los honores que no me corresponden, para que seas tú el único deseo absoluto de mi alma. Jesús, tú eres mi última oportunidad, el arado de tu cruz en mi alma, la sangre de tu amor como alimento, tu oración me da el último tiempo que tengo para convertirme. Tú eres mi última oportunidad.
 
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.

[1] «Para no codiciar las cosas malas»: εἰς τὸ μὴ εἶναι ἡμᾶς ἐπιθυμητὰς κακῶν

Archivos:
Homilía del III Domingo de Cuaresma, ciclo C
23 de marzo de 2025
Oratorio de San Felipe Neri. Alcalá de Henares. Madrid
Autor-1660;P. Enrique Santayana Lozano C.O.
Fecha-1660Domingo, 23 Marzo 2025 09:07
Tamaño del Archivo-1660 81.5 KB
Descargar-1660 92


joomplu:2420