IV Dom de Cuaresma. C
30-III-2025
«Un abismo grita a otro abismo con voz de cascadas» (Sal 41,8)
Un abismo de pecado y un abismo de misericordia. La parábola nos revela estos dos abismos: uno tenebroso y lleno de dolor, otro lleno de luz. Los dos hijos de la parábola, el pequeño y el mayor, nos desvelan el abismo del pecado, pero ese abismo está en nuestra alma, es nuestro. El padre nos muestra el otro abismo, el de la misericordia, y ese está en Dios. La ocasión se le presenta a Jesús cuando unos fariseos y escribas critican abiertamente que acoja a hombres y mujeres con pecados escandalosos, cuya compañía todos rehuían. Pero no Jesús.
El hijo pequeño es un pecador manifiesto, un rebelde; el mayor cree ser justo, pero solo es un pecador camuflado. El pequeño es un rebelde porque, buscando gozarse la vida, no quiere vivir bajo unas normas que no sean las suyas, se independiza, se libra de la sumisión, prescinde del padre. ¡Es un hombre moderno de hace 2000 años! Y se aleja a una tierra extraña: el mundo sin Dios. Pero la autonomía del hombre con respecto a Dios es un espejismo y en esa tierra extraña empieza a pasar una necesidad degradante, querría comer cualquier basura para sobrevivir, las algarrobas de los cerdos; pero el mundo no le da ni las algarrobas, ni tampoco la amistad de los rebeldes como él, porque en el pecado no sobrevive ni amistad ni familiaridad. Así que «nadie le daba nada». Pero el dolor es como una trompeta que el Creador ha provisto para llamar a sus hijos rebeldes: la miseria y la soledad le hacen recordar al hijo pequeño que en la casa de su Padre incluso los jornaleros viven con dignidad. Y decide volver. El mundo lo ha abandonado, y por mero ahogo decide volver. No parce una decisión heroica, pero es lo único que puede hacer. No es heroica, pero le hace humilde y en esa humildad forzada llega a entender que su error es, ante todo, una ofensa. Eso es el pecado. No solo un error contra nuestra naturaleza, sino una ofensa a quien nos ama, por la que hemos perdido todos los derechos: «Me levantaré, me pondré en camino hasta donde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de los que tienes a sueldo, como a uno de tus empleados”». El abismo del pecado queda al descubierto: la miseria y la soledad; la ofensa al Bueno que nos ha dado el ser y nos sostiene en la existencia; la ofensa a quien nos ha redimido con su sangre y nos ha dado su Espíritu; la ofensa a quien nos ama; el dolor inmenso de Dios, amante, que todo lo ha hecho para ese hijo que ha querido prescindir de él. ¿No habéis experimentado vosotros la traición de un hijo, de un esposo, de una esposa, de un amigo…? Os digo que Dios, por el gran amor que lo mueve, es más vulnerable que nosotros. Las palabras con las que el hijo se expresa cavilando en su interior revelan la ofensa a Dios que es el pecado; y así, la pérdida de nuestros derechos: «Ya no merezco ser tu hijo».
En esta situación, solo el recuerdo de la bondad de su padre, que no lo llenó de insultos ni de amenazas cuando se fue de casa, le da una esperanza. Apoyado en ella «se levantó y vino donde estaba su padre. Y cuando aún estaba lejos, su padre lo vio». El padre escrutaba la lejanía deseando ver volver a su hijo. Dios escruta la tierra lejana donde has huido; aunque estás lejos, él ve tu miseria y soledad; y oye el debate que se entabla en tu corazón, el diálogo que tienes contigo mismo cuando decides volver[1]. «Su padre lo vio, se le conmovieron las entrañas; y echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos». Esto es la misericordia de Dios: un abismo más grande que el del pecado. El mal enorme se hace insignificante en el océano de la misericordia divina. La misericordia ahoga el propio dolor del corazón de Dios e introduce en ella el alma dolorida del hijo rebelde y decepcionado del mundo.
Dice un salmo: «Un abismo llama a otro abismo con voz de cascadas». Cuando creo que me hundo en el abismo de mi pecado, me rescata el recuerdo de tu bondad y, antes de que pueda invocar tu perdón, ya me has tomado y me has envuelto en el abismo de la misericordia. Ahora más que nunca es justo que rinda mi alma rebelde: «Padre, he pecado contra ti; ya no merezco ser hijo tuyo». Y en el alma rendida del hijo se vuelca el corazón de su padre: el mísero es introducido en el hogar de las delicias familiares; el que en tierra extraña se había hecho esclavo, recibe la túnica preciosa, las sandalias y el anillo de los hijos; el que había pasado hambre es introducido en el banquete donde se come el ternero cebado: Cristo se nos da como alimento. El abismo del pecado se pierde en el abismo de la misericordia, que es una fiesta.
Aún queda el hijo mayor. No se ha ido de casa, pero vive como un extraño. Ciego y sordo, no se percata ni se goza del amor de su padre, ni tampoco lo ama. Y así trabaja y obedece con amargura y tristeza. Recuerda a esos cuya condición de cristianos les resulta una carga, que cuando vienen a la iglesia están deseando salir, que difícilmente escuchan aquí a Dios, solo oyen a los que leen o predican. Esos cristianos pesarosos de su religión vienen a Misa y tienen ante los ojos el sacrificio de Cristo, pero no son capaces de comprender la gracia de su amor. Les sobran los cantos, les sobra la predicación, les sobra el silencio… solo quieren acabar rápido para dedicarse a sus cosas. Ni gozan del amor de Dios ni lo aman. Si siguen la ley divina, es porque va bien con su forma de ser o de pensar, porque les parece una forma razonable de afrontar los asuntos de la vida, o por cualquier otro motivo, pero no por amor a Dios. Obedecen la ley de Dios cuando coincide con su voluntad, pero si se encuentran en la disyuntiva de elegir una u otra, elegirán hacer su propia voluntad, mostrando que nunca obraron por amor a Dios, sino por amor a sí mismos. En las cosas del mundo siguen la ley de Dios en la medida que esa ley es conforme a su voluntad e intereses. Y en las cosas de Dios son fríos: se olvidan de la oración, de la caridad con el que nada les puede devolver, cuando llega el domingo no buscan la Misa en la que mejor vivir el sacramento, sino la Misa que menos les estorbe en sus planes. Son cristianos tristes en su religión, alegres en el mundo. Ni disfrutan del amor de Dios, ni aman. Así era el hijo mayor de la parábola, se creía justo, sin darse cuenta de que solo camuflaba su pecado. También esa frialdad es una espada en el corazón amante de su padre.
Pero hay algo que despierta al mayor: la fiesta del amor paterno por la vuelta del rebelde, la fiesta que el padre ha hecho por el hermano indigno, que no ha trabajado, que no ha obedecido, que ha malgastado su herencia. La fiesta de la misericordia de Dios le despierta y le espanta: ¿cómo es que a este hijo tuyo le haces fiesta, le matas el ternero cebado y a mí nunca me has dado un cabrito para comerlo con mis amigos? En su indignación manifiesta que ni conoce ni ama a su padre. Trabaja y obedece, pero solo querría divertirse con sus amigos, no con su padre. La fiesta de la misericordia descubre el abismo del pecado en el que el hijo mayor vive. Y es la ocasión para que el padre de la parábola le ofrezca de nuevo lo que ciego y sordo ha despreciado hasta ahora: «Hijo, tú estás siempre conmigo. Y todo lo mío es tuyo». Estas palabras esconden el lamento del amor paterno que el hijo mayor tiene en nada, pero prevalece en ellas la misericordia que apremia al hijo a abrir los ojos al amor del padre. La misericordia ahoga la propia pena si consigue que el hijo vuelva a él. Entonces la misericordia se vuelve fiesta.
Mirémonos a nosotros, pecadores lejanos o cercanos, miremos nuestro pecado, nuestra ofensa, la pérdida de nuestros derechos. Y miremos la misericordia de Dios que nos llama. Rindamos el alma a su misericordia. Dios nos ha hecho sus hijos y se nos ha dado por entero en Jesucristo. Cada domingo contemplamos la actualización de este milagro del amor divino por el cual estamos con Dios y tenemos acceso a los misterios insondables de su amor. Ojalá despertemos también nosotros para entender estas palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo. Y todo lo mío es tuyo».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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30 de marzo de 2025
Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares.
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[1] SAN AMBROSIO DE MILÁN, Exposición del Evangelio según san Lucas (Ciudad Nueva, Madrid 2023), 491.