V DOMINGO DE CUARESMA, ciclo C
5-IV-2025
«Mirad que realizo algo nuevo» (Is 43,18)
«Mirad que realizo algo nuevo». Las palabras que Dios nos dirige hoy se abren con esta llamada de atención: «Mirad que realizo algo nuevo». Algo distinto a todas las maravillas que hice al crear el mundo y de todas las que hice para salvar a Israel de la esclavitud. Eso nuevo se esconde en la escena de la mujer adúltera indultada por Jesús.
Queridos hermanos, este es un pasaje muy conocido, pero solemos hacernos una idea un tanto superficial de él, en la que se difumina la novedad que Dios anunciaba. Por eso, debemos mirarlo con atención.
Jesús está enseñando en el templo de Jerusalén, rodeado de un gran número de gente. Los escribas y fariseos le traen una mujer sorprendida en flagrante adulterio. Incluso en nuestra época licenciosa entendemos que el adulterio tiene algo de traición grave, con la que se ofende al cónyuge y se hiere a los posibles hijos. Pero, además, ofende a Dios. Es tan grave que la ley de Moisés mandaba dar muerte a las que adulterasen. La Tradición de la Iglesia distingue entre la ley dada expresamente por Dios en el Decálogo, una ley eterna y universal, que Cristo no abrogó, sino que llevó a plenitud; y los mandatos de Moisés, que fueron abrogados por la Nueva Alianza[1]. Cristo abrogó el castigo con el que la ley de Moisés castigaba el adulterio de las mujeres, pero mantuvo la gravedad del adulterio y llevó hasta su raíz el mandamiento que prohíbe adulterar: «Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón». Lo mismo hizo con los otros pecados contra la Ley de Dios. Cuando atentamos contra alguno de los mandamientos de la Ley de Dios «con pleno conocimiento y consentimiento deliberado»[2] cometemos un pecado mortal; mortal no porque seamos castigados con la muerte, sino porque rompe la comunión con Dios y nos lleva a la «pena eterna»[3], que es una forma de muerte sin fin. Y como una especie de fatídico anuncio, estos pecados dejan un rastro de muerte alrededor, en la tristeza y el dolor de los hijos, o de los esposos, o de las esposas… Digo todo esto para que no nos centremos solo en la hipocresía de los fariseos y escribas, sino que entendamos que el pecado de la mujer era realmente grave.
Así pues, los escribas y fariseos llevan hasta Jesús a aquella mujer que han sorprendido cometiendo adulterio. Y le dicen: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». El evangelista añade: «Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo». El centro de atención de escribas y fariseos no era la mujer, sino Jesús; buscaban algo con lo que acusarlo y darle muerte a él. Pero, ¿en qué consistía la trampa? La respuesta no es del todo segura, pero lo más probable es lo siguiente. Roma permitía que el Sanhedrín, el consejo de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas más importantes, gobernase la vida de Israel, según la ley de Moisés, pero no le permitía dictar y ejecutar sentencias de muerte. Acordaos cuando en la Pasión, los del Sanhedrín llevan a Jesús ante Pilato. Pilato, molesto, les dice: «Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley». Pero los del Sanhedrín le responden: «A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie» (Jn 18,31). Efectivamente, no podían dictar una sentencia a muerte, porque Roma les había privado de esa capacidad. Hacerlo significaba un enfrentamiento directo con Roma. Y eso es lo que buscan con la adúltera. La llevan ante Jesús para ponerlo ante un dilema: o sigue la Ley de Moisés, dicta la sentencia de muerte de la mujer y así puede ser acusado ante el gobernador romano; o no lo hace y puede ser acusado ante el pueblo de no seguir la ley de Moisés, por lo tanto, de no ser un verdadero profeta[4].
El paso siguiente de la escena tiene también un cierto misterio. Ante la pregunta de los judíos, Jesús se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. Ha habido muchas hipótesis sobre lo que Jesús escribía o garabateaba en el suelo. Una, por ejemplo, dice que Jesús iba escribiendo los pecados escondidos de los acusadores, dejándoles desarmados. No tenemos seguridad. Pero Benedicto XVI[5], siguiendo a san Agustín, dice que Jesús, escribiendo, recuerda el dedo de Dios escribiendo el Decálogo sobre las tablas de piedra, y se muestra él mismo como el Señor de la ley. Y así, como legislador divino se yergue y dice: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Y vuelve a inclinarse para escribir en el suelo. Entonces, empezando por los más viejos, «envejecidos en días y en crímenes» (Dn 13,52), todos se fueron escabullendo.
No queda nadie alrededor de la mujer, ninguno de sus acusadores. Jesús se incorpora. Solo quedan la adúltera y él, miseria y misericordia[6]. La mujer no ha pedido perdón, el evangelista no nos dice que tuviese gesto alguno de arrepentimiento por el pecado, ni que expresase voluntad de no volver a caer. Ella representa sencillamente el pecado, la miseria del hombre. Es justo aquí donde brilla con más claridad que el perdón otorgado por Cristo es un don gratuito que no merecemos de ninguna manera. A esta mujer Jesús no la excusa, ni la propone como ejemplo de arrepentimiento y de amor a él, ni elogia su fe, cosas todas que había hecho en otra ocasión con una prostituta en la casa de un fariseo (Cf.: Lc 7,39-50). Nada tiene la mujer que la pueda salvar, es pura miseria, delante de Cristo, pura misericordia.
Y es aquí donde tenemos que ir al fondo de la escena del Evangelio. ¿En qué consiste esa misericordia? No sencillamente en decir: venga, yo miro para otro lado y hago que no es pecado grave y mortal lo que realmente sí lo es. La misericordia de Cristo consiste en un amor tal que lo lleva a ocupar el puesto de la adúltera en la muerte. El próximo domingo leeremos la Pasión y la muerte de Cristo, porque Cristo ha querido ocupar el lugar de esta mujer y nuestro lugar, derramando en su muerte un amor que es capaz de liberarnos del pecado. Si miramos bien, en la carne de Cristo, en su humanidad crucificada, contemplaremos nuestra propia carne[7]: Dios ocupando nuestro lugar en el castigo, Dios muriendo por la criatura que lo ofende. Esto es lo realmente nuevo anunciado por medio del profeta Isaías: «Mirad que realizo algo nuevo». Y esta misericordia y este amor —que no son la misma cosa— son una llamada a nuestra alma indultada de la muerte y librada del pecado: «Ve, y en adelante no peques más».
Nadie como san Pablo entendió esta llamada de Cristo amante y crucificado. Por eso dice —y así podemos resumir la segunda lectura— que todo le parece basura comparado con la unión con Cristo; y que solo quiere correr hacia la cruz, es decir, devolver amor por amor, hasta participar de la misma cruz donde él ha sido perdonado, amado y llamado.
Cristo, el inocente, muere por mí, derrama su amor, su amor me libera de la servidumbre de mis pecados, y me llama a una vida nueva: «Ve y no peques más». No podemos quedarnos en decir lo indulgente que era Jesús en comparación con los escribas y fariseos, debemos entender que su misericordia sangra en la cruz, y muere, que su misericordia ama, que con su amor recrea y llama a nuestra libertad: «Ve y no peques más».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
[1] Cf. SAN IRENEO DE LIÓN, Contra los herejes 4,16,2-5 —En el Oficio de Lecturas del viernes de la II Semana de Cuaresma
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 1857
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 1472
[4] Es un dilema muy similar al que le plantean a propósito del tributo al César. Cf.: Mc 12,13-17
[5] Cf.: BENEDICTO XVI, Ángelus 21.III.2010. Cf.: SAN AGUSTÍN, Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5
[6] SAN AGUSTÍN: «Relicti sunt duo, misera et misericordia» (In Jo., XXXIII,5; PL 35,1650).
[7] Cf.: SAN LEÓN MAGNO, De passione Domini, 3-4: PL 54, 366-367: «El verdadero venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que reconozca en él su propia carne».
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Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares

;P. Enrique Santayana Lozano C.O.

Domingo, 06 Abril 2025 10:25

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