Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

II Dom. Pascua C
27-IV-2025

 «Les enseñó las manos y el costado» (Jn 20,20)

 Queridos hermanos:

Celebramos el octavo día de las Pascua. La liturgia alarga durante ocho días la máxima solemnidad de la resurrección de Cristo. ¿Por qué durante ocho días? Para entenderlo hagamos referencia, primero, al séptimo día de la creación. Es el día en el que se concluye la obra creadora de Dios con su descanso. El día séptimo indica que el hombre, su trabajo, y toda la creación, tienen como verdadero fin a Dios, la adoración de Dios, su creador y Señor.
Al hacerse hombre, el Hijo de Dios ha asumido este ordenarlo todo hacia Dios, pero de una forma fascinante: rompiendo todas las distancias que separan al hombre de Dios, llevando el hombre hasta el seno de Dios. Lo ha hecho por el camino del amor, que ha consumado en su muerte en cruz (Viernes Santo) y en su sepultura (Sábado Santo). El Sábado Santo, cuando el Hijo de Dios sufre el peso de la muerte sobre su cuerpo en el sepulcro y el horror de la muerte en su alma en la región de los muertos, es el día séptimo de Jesús. Es el último sábado de la Antigua Alianza. Pasado ese día, el Hijo de Dios rescata su alma del seol y su cuerpo de la fosa, y lleva su humanidad hasta el seno de Dios. Es una nueva creación, en el seno de Dios y en la eternidad de Dios.
Cada domingo nos hace participar de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte que aún nos acechan en este mundo, con su amor que vence la muerte en este mundo. Eso cada domingo. Este que celebramos hoy, el día octavo de la Pascua, es especial: nos encamina hacia esa nueva creación: en un espacio nuevo, el seno de Dios; en un tiempo nuevo, un día sin ocaso, día sin fin, el de la eternidad de Dios, el día octavo, «el día que hizo el Señor».
 
En el Evangelio, una imagen destaca por encima de todo: las llagas de Cristo. Nos hablan de la Pasión, de su sacrificio por nosotros y, en último término, de nuestros pecados. Las llagas de Cristo hablan de nosotros, de nuestra miseria y de su misericordia. Pero ya no son aquellas heridas que hacen que apartemos la mirada por el espanto que nos provocan. Ahora son llagas gloriosas, las del Resucitado, las del Viviente. Pues bien, nada más aparecer a sus discípulos, Jesús les muestra las llagas mientras les saluda: «“Paz a vosotros”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado». Aquí se encierra un misterio enorme de amor: el Resucitado, Señor de la historia y del Mundo, Kyrios, dice quién es mostrando esas llagas. Su identidad se expresa en sus llagas, que hablan de su amor por nosotros. Es el cumplimiento de la profecía: «En las palmas de mis manos te llevo tatuado» (Is 19,46). Y en esas marcas de su amor, los discípulos lo reconocen: «Les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor». Solo este amor que supera el pecado, que vence la muerte y que es presente y actual, no un recuerdo, nos llena de alegría.
Las llagas de Cristo vuelven a aparecer en el diálogo entre Tomás y los otros discípulos. Tomás, que no estaba en la primera aparición, no era capaz de creer que Jesús hubiera resucitado. Pero ni siquiera él, en su incredulidad, puede imaginar a Cristo sin las marcas de la Pasión: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
Ocho días después, Jesús, con una paciencia enorme y con una sonrisa de indulgencia —esto de la sonrisa de indulgencia me lo imagino yo– toma la mano del apóstol y la lleva a las llagas de sus manos y de su costado. Es el tercer momento en el que aparecen mencionadas las llagas en el evangelio de hoy.
Las llagas nos hablan de nuestro pecado perdonado, del amor que nos ha perdonado, de la misericordia. No están impresas en el recuerdo o en una estatua de madera, sino en el cuerpo del Viviente. Son las llagas de un amor que vive, de la misericordia viva y actual. La resurrección hace que el crucificado pueda abrazar al universo entero y todos los siglos. La resurrección hace eterna la cruz. Y por eso nosotros podemos celebrar la Eucaristía, no solo recuerdo, sino actualización del sacrificio de Cristo.
Podemos preguntarnos quién es este Jesús que viene a nosotros en el Evangelio y en la Eucaristía. Es el que nos ama con el amor extremo de la cruz y vence con él nuestro pecado. Y es nuestro Dios, él se ha hecho nuestro:«Señor mío, y Dios mío». Cristo es el Dios todopoderoso que lleva las marcas de su amor por nosotros.
 
Para finalizar, quisiera que entendieseis qué es la misericordia que nos ofrece Cristo. Al menos dos aspectos de ella. Mirad que el Hijo de Dios rescató de la muerte alma y cuerpo, toda su humanidad. Esa humanidad suya amante y sufriente tiene la gloria del Hijo Eterno de Dios. De igual modo, su misericordia viene para rescatar todo nuestro ser. No viene para poner un velo oscuro sobre nuestro pecado y que no se vea la podredumbre. Viene para rescatar todo lo que somos y transformarnos. Su misericordia no es un mero olvidar nuestros pecados, sino la fuerza que quiere hacer brillar nuestra humanidad con su santidad, con esa gloria que brilla en sus llagas. Ese es el primer aspecto fundamental: no tapar nuestra miseria, sino transformarla en santidad. La misericordia es la potencia transformadora del amor de Dios.
Segundo aspecto. La fuerza que puede transformarnos es la fuerza de su amor. Solo su amor es capaz de matar en nosotros el pecado y de recrearnos. El amor es la mayor de las fuerzas, «Dios es amor». Pero el amor es un ofrecimiento que requiere respuesta. No puede imponerse al ser amado, no puede violentar la libertad. Así, la misericordia que se nos ofrece requiere ser suplicada hasta con las lágrimas, como aquella mujer que corrió a los pies de Jesús. Requiere que le abramos el alma, hasta lo más hondo, por eso Jesús le dijo a Zaqueo: «Conviene que me quede hoy en tu casa», porque era necesario que él entrase hasta lo más hondo donde se escondía su pecado. Requiere que correspondamos. Por eso Jesús, para rescatar a Pedro de su negación, arranca de él una triple confesión de amor y termina diciéndole: «Sígueme». Es decir, sigue las huellas de mi amor por ti. Cosa que Pedro hizo hasta morir en Roma.
 
Cada domingo nos recuerda que vivimos ante Cristo resucitado, cuyo amor por nosotros hasta la muerte en cruz es presente. Hemos de aprender a vivir de ese amor, de su misericordia: suplicándola sin descanso; permitiendo que penetre hasta lo más profundo, allí donde a veces nos da miedo mirar; confesando una y otra vez nuestro pequeño amor y siguiendo las huellas de su amor. Llegará el momento en que este tiempo quede atrás y entremos en el día octavo, el día que hizo el Señor, cuando nuestra vida brille con la gloria de su amor.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
Enrique Santayana C.O.

Archivos:
Homilía del Domingo II de Pascua.
27 de marzo, 2025
Oratorio de San Felipe Neri
Alcalá de Henares (Madrid)
Autor-1665;P. Enrique Santayana Lozano C.O.
Fecha-1665Martes, 29 Abril 2025 09:07
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