Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares

DOMINGO DE PASCUA
20-IV-2025

«Vio y creyó» (Jn 20,8)

Jesús tiene un bondadoso cuidado con los que le aman. Es la primera idea que sugiere el evangelio de hoy. Jesús no se les aparece resucitado a los suyos a la primera de cambio. Antes de presentarse a ellos vivo, les hacer ver a algunos que el sepulcro está vacío y a otros les manda ángeles para que les anuncien que vive. María Magdalena, que tanto amaba al Señor, fue la primera en ir al sepulcro de madrugada y ver la losa quitada. Al volver corriendo donde Pedro y Juan y contarles lo que ha visto, manifiesta su sorpresa y, en el fondo, la pregunta: ¿qué ha pasado? ¿dónde ésta? «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Traslada esa inquietud al alma de Pedro y Juan, les pone en movimiento y así prepara el alma de los dos Apóstoles, que corren al sepulcro. Es muy posible que montones de pensamientos y de sentimientos contrarios se alzasen en sus cabezas y en sus corazones: quizá temieron que alguien hubiese robado el cuerpo; quizá se acordaron de lo que el mismo Señor les había dicho varias veces antes de morir: «Al tercer día, resucitaré». Pero la devastación de la pasión y la muerte de Jesús era tal, que hacía más impensable, si cabe, que ese cuerpo volviese a tener vida. Así llegaron corriendo al sepulcro. Primero Juan, más joven, que miró desde fuera y vio los lienzos extendidos, sin el cuerpo al que antes cubrían. Después Simón Pedro. Entró Pedro y luego Juan. Y vieron los lienzos, y el sudario de la cabeza, doblado. ¡Nunca se olvidará Juan —el que lo cuenta— de esos detalles!
«Vio y creyó», dice el evangelista de sí mismo. ¿Pero qué le lleva a la fe? ¿Qué le lleva a creer que Jesús ha resucitado? Aún no lo ha visto vivo. En el tumulto de pensamientos es el amor lo que inclina la balanza hacia la fe. Es el amor a su Señor el que abre los ojos de la fe. El amor al que colgó en la cruz es el cimiento de la fe en la resurrección de Juan, de los otros Apóstoles, de los discípulos, de la Magdalena y de las otras mujeres. La cruz y la resurrección de Cristo son dos hechos inseparables. Allí donde se anuncia al Resucitado, se anuncia al Crucificado. Allí donde está presente el Resucitado, está presente el que por nosotros murió en la cruz. La resurrección es la afirmación del amor de la cruz como un amor vivo y eterno. El bondadoso cuidado de Jesús con los que le aman consiste no solo en no darles un susto de muerte, sino, sobre todo, en dejar espacio a la libertad, dar espacio para que su amor creciese e impulsase la fe. No quiso imponer su victoria como un hecho ineludible, prefirió que el amor y la fe creciesen hasta el punto de ver un pequeño indicio y concluir con gozo: «Esta vivo». Eso es el «vio y creyó».
Había otro motivo para darles muestra gradualmente de su resurrección: para que pudieran entender que no era como la vuelta a la vida de Lázaro. Cristo no volvía a la antigua vida, sino que llevaba su vida humana hasta la vida de Dios. ¡Qué cosa más impensable! Quizá a nosotros no nos causa sorpresa y así no nos percatamos de la grandeza que encierra: no simplemente un alma eterna, no simplemente un hombre que vuelve a la vida, sino un hombre vence la muerte para alcanzar la vida de Dios, para participar como hombre de la vida de Dios.
Esto por lo que se refiere a la comprensión del Evangelio de hoy. Pero querría pararme en dos consideraciones a partir del hecho mismo de la resurrección. La primera: ¿Qué le llevó a Cristo a la cruz? Algo que a muchos les pareció insoportable. Que se presentó como la verdad del mundo y la vida de los hombres: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí». Ni el hombre solo pude acceder a Dios, ni lo puede el hombre guiado por religión alguna, ni por Mahoma, ni por ninguna filosofía. El hombre accede a Dios por medio de Jesús. Él es el camino. Él nos muestra la verdad de Dios, del hombre y del camino para llegar a Dios. Él mismo se hace ese camino, el único por el que el hombre alcanza la vida. Se presentó como Dios en medio de los hombres, que tiene en su mano el destino eterno de cada hombre: «Quien crea en mí, aunque haya muerto, vivirá; y quien viva y crea en mí no morirá para siempre». ¿Quién esta capacitado para decir que puede dar vida más allá de la muerte? Solo lo puede asegurar Dios, y Jesús se presenta así, como Dios, con el destino de los hombres en sus manos. Muchos creyeron que era un loco y otros muchos le creyeron un blasfemo. Y el demonio instigó a unos y a otros para que lo llevaran a la muerte. Pero la resurrección significa que nuestro Señor es exactamente quien dijo ser. Por ese motivo, Pedro y los demás, que eran judíos, y como judíos miraban al resto de los pueblos con cierto desdén, terminaron anunciando a Cristo a todos los hombres, no solo a los judíos. Porque entendieron que en la fe en Cristo se juega la salvación de cada hombre. Por eso dirá Pedro, como recoge el libro de los Hechos: «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos». Lo dijo Pedro y lo decimos los cristianos hoy y lo diremos hasta el fin de los tiempos. Es una verdad que el mundo sigue despreciando, que a muchos les sigue pariendo una fanfarronada o una locura; que el demonio sigue queriendo acallar como sea. Pero nosotros debemos volver sobre esta verdad, primero, para alegrarnos, después, para gritarlo a los cuatro vientos: que Cristo es la salvación del hombre, la única salvación del hombre. Que la salvación no solo la de los que nos reunimos en la iglesia, sino la de tu hijo, tu nieto, tu padre, la de cualquier hombre que viene a este mundo, lo sepa o no, le guste o no, no viene de ningún poder humano, ni de la economía, ni de la ciencia, ni del arte, ni de ningún político bueno o malo, ni de ninguna filosofía, buena o mala… solo del crucificado, ¡que vive! Nosotros no podemos callar. Por amor a Cristo y por amor a los hombres, aunque nos desprecien o nos maten, no podemos callar.
Hay otra consideración tan importante como la anterior. Al final, la única que me importa. Volvamos a la cruz. ¿Qué vimos allí? Un amor extremo. No hay nada más atractivo y más bello que eso. ¿Pero es un amor extremo y extinguido? ¿Un amor apagado por la muerte? ¿Un amor muerto? No, un amor vivo y eterno. La resurrección hace de la cruz un amor eterno. El que nos ama hasta la muerte vive para siempre. Y al final es lo único que a mí me importa: que mi Señor vive, el que me amó vive. Bueno…, y otra cosa que se sigue de esta: que el que me amó con un amor más fuerte que la muerte, me recogerá a mí de la muerte y no dejará que mi pequeño amor se pierda en la nada, que me tomará y que me llevará con él. No deja que se pierda el imperfecto amor de Pedro y no dejará que se pierda mi pobre amor, tan lleno de debilidades y miserias. Y, aunque cuando llegue la hora, me deje morder por el dolor, él, el Señor, me recogerá. No permitirá que mi pequeño amor se muera.
¿Qué nos queda, sino amar, morir y vivir con Cristo? Amemos a quien nos amó y vive. Y aspiremos a morir y a vivir con él. Con las palabras de san Pablo: «buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios».

Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado

P. Enrique Santayana C.O.
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Homilía del Domingo de Pascua, 21 de abril, 2025
Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares, Madrid.
Autor-1664;P. Enrique Santayana
Fecha-1664Lunes, 21 Abril 2025 15:21
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