PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
2-II-2025
«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2,32)
Queridos hermanos, intentemos retener y entender la Palabra de Dios. Es la Palabra que habita en su corazón y que pronuncia para que llegue a habitar en el nuestro. Es el primer medio para vivir unidos a Dios, en comunión con él: que nuestra alma sea habitada por aquella Palabra que es el corazón de Dios, que existe desde el principio, que desde el principio está junto a Dios, que es Dios, la que fue acogida por María y en ella tomó carne.
Empieza el evangelio de hoy: «Cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”». Cuarenta días después del parto, María, siguiendo la Ley de Moisés, tal como prescribe el libro del Levítico, cumple el rito de la purificación. Aunque no necesita ninguna purificación, se somete de buena gana a la Ley, según la cual la madre debía ofrecer un cordero de un año más una paloma o una tórtola; pero si la mujer era pobre, solo dos palomas o dos tórtolas, que es lo que ofrece María, porque era pobre. Junto a la purificación de la madre, había que cumplir otro rito: la consagración y el rescate del hijo primogénito, tal como prescribe el libro del Éxodo. Eran dos elementos que iban juntos: consagración y rescate. El primogénito se entregaba a Dios, se sacrificaba a Dios, como Abraham ofreció a su hijo Isaac en el Moria. En las religiones de los pueblos vecinos, los hijos se convertían a menudo en moneda de cambio con los ídolos: eran sacrificados para conseguir algún favor de los ídolos. El Dios de Israel nunca permitió esta práctica, la consideró abominable —como considera abominable el aborto, que es la versión moderna de aquellos ritos satánicos—. Lo que mandó el Antiguo Testamento es ofrecer el primogénito a Dios y junto a él ofrecer una cantidad de plata específica, cinco siclos de plata, según fija el libro de los Números, para rescatarlo del sacrificio. Uniendo consagración y rescate, los descendientes de Abraham aprendían a reconocer que todo les venía de Dios, también lo más querido de sus entrañas, el primogénito. Aprendían que los hijos no son una posesión de la que disponer a su antojo, sino alguien que Dios pone en sus manos y del que darán cuenta ante el mismo Dios. San Lucas nos da la noticia de la purificación de María y de la consagración de Jesús, pero no dice nada del rescate. De ahí que algunos digan: Jesús no fue rescatado, porque él sí sería ofrecido en sacrificio cuando llegase a la plenitud de la vida adulta, en la cruz, como rescate que se ofrece por todos. Estamos ante un gran misterio: el anuncio velado, o no tan velado, de que Dios va a ofrecer a su Hijo por el hombre, la vida de su Hijo por la nuestra.
Pero mientras ese momento llega, Dios presenta a su Hijo, ante Israel y ante el mundo. A eso nos lleva san Lucas, porque los ritos de los que hemos hablado se realizaban en cualquier lugar, pero José y María viajan a propósito desde Belén hasta Jerusalén para cumplirlos en el Templo. No era algo habitual. Van al lugar sagrado por excelencia, al centro espiritual de Israel y, tal como lo concebían los judíos, al centro del mundo, el lugar «escogido por Dios para habitar». Al entrar, antes de poder hacer ninguna otra cosa, tiene lugar el encuentro con Simeón. A través de este encuentro Dios presenta solemnemente a su Hijo. Lucas nos dice que Simeón era un hombre justo y piadoso que aguardaba el consuelo de Israel, es decir, el tiempo del cumplimiento de las promesas mesiánicas. Nos dice que el Espíritu Santo estaba con él y le había revelado que vería al Mesías de Dios. Ese día, impulsado por el Espíritu Santo fue al templo y reconoció al Mesías en el niño, lo tomó en brazos y bendijo a Dios: «mis ojos han visto a tu Salvador, a quien presentas ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel». En este encuentro y en estas palabras se condensa el significado del Evangelio y de esta fiesta: Dios nos presenta a su Hijo como único Salvador del hombre, pagano o judío: luz para alumbrar a las naciones, es decir, a los paganos desconocedores del Dios verdadero; y gloria de Israel, de aquellos que buscaban a Dios y esperaban sus promesas. A unos y a otros, en el lugar que él se había escogido de todo el mundo para habitar, allí lo presenta.
La luz de Dios se encuentra con la sombra del mundo de los hombres, con su confusión. La gloria de Dios se encuentra con la debilidad del hombre y con su miseria. Pensemos en esto. ¿Qué traemos nosotros hasta aquí? Traemos las sombras en las que se desarrolla el pasar de nuestros días, sin saber muy bien hacia dónde vamos ni por dónde caminar; la oscuridad de no saber si nuestra vida será útil para alguien, si daremos algún fruto que perdure; si nuestro trabajo o nuestro sufrimiento tendrá algún significado y algún valor. ¡Traemos la oscuridad del mundo pagano! Esa oscuridad, tan vieja como el mundo, acecha en nuestra alma. Traemos la debilidad de nuestra humanidad cansada de luchar y de perder contra la injusticia, contra la enfermedad, contra nuestro propio pecado; nuestra humanidad llena de las miserias morales de cada uno y de las miserias de nuestra generación. Una miseria tan vieja como el homicidio de Caín. ¡Traemos la miseria de Israel!, duro de cerviz, desobediente a la Ley de Dios, infiel por generaciones al Dios que lo ha elegido. También la miseria moral acecha en nuestra alma, como una lepra que nos corroe. En definitiva, traemos en el alma, porque son nuestras, la oscuridad del mundo pagano y la miseria de Israel, algo tan viejo como Simeón, tan viejo como el mundo.
Pero Dios presenta a su Hijo, como luz, un Niño en brazos de su Madre, una luz pequeña pero totalmente nueva, que viene de Dios y ya no envejecerá ni se extinguirá, luz para alumbrar a las naciones. Luz benigna que atrae el alma con suavidad. Dios presenta a su Hijo como gloria nuestra, porque tomará nuestras miserias y las lavará con su sangre, tomará nuestra alma y la recreará con su amor en la cruz: «luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo». Nuestra alma, envejecida por la falta de luz y por la miseria, recibe la luz y la gloria del hombre nuevo, que ya no envejece, porque ha vencido el pecado y la muerte, porque ha inaugurado una vida nueva.
Acojamos con alegría a Jesús, nuestra luz y nuestra gloria. Y bendigamos a Dios: Tú Señor con tu Hijo hecho hombre ya nos lo has dado todo. «Ahora puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel».
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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