VIII Dom. C (2-III-2025)
«Ponte detrás de mí» (Mt 16,23)
Comienza el evangelio de hoy con una pregunta que es, en realidad, una advertencia: «¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego?» Jesús habla a los discípulos, que le han tomado como maestro. Pero curiosamente en otra ocasión aplica las mismas palabras a los fariseos, no por ser fariseos, sino por negar que venga con una autoridad divina y rechazarlo como maestro de la verdad: «Son ciegos, guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo» (Mt 15, 14). Jesús sabe que sus discípulos, los de entonces y los de ahora, siempre sufriremos la tentación de dejar de ser verdaderos discípulos; que siempre tendremos el peligro de apartarlo como maestro y convertirnos en guías ciegos. Por eso nos advierte. Expliquémoslo.
Los discípulos habían escuchado aquellas sorprendentes palabras con las que les mandaba amar a los enemigos, ser generosos hasta con los ladrones, perdonar a todos, hacer el bien incluso a los malvados, sin esperar nada… lo que escuchábamos nosotros el domingo pasado. Y si a nosotros esas palabras nos sorprenden, a pesar de haberlas escuchado muchas veces, y nos incomodan, mucho más a los discípulos de entonces, que las escuchaban por primera vez. Después de la sorpresa o del estupor ante ese mandato, «amad a vuestros enemigos», el discípulo se dice a sí mismo: «me fío de mi maestro», «me toca obedecer». Pero ante una ley tan grave, tan elevada, tan exigente, tan difícil para nuestra pobre naturaleza, antes o después surgirá como un susurro interior, al principio casi imperceptible, más o menos así: «Nuestro maestro, que viene del cielo, es tan santo que nos propone una ley para ángeles, no para hombres; para santos, no para pecadores». El susurro va elevando el tono con pensamientos como este: «Jesús habla en hipérbole, con imágenes exageradas, para llamar nuestra atención e indicarnos una tendencia. Su ley del amor no se puede realizar, es una utopía, que está bien como horizonte hacia el que se camina pero que no se puede alcanzar». Al final, apartamos a Cristo y sentenciamos, como si pudiéramos corregirlo a él: «Nosotros, que somos adultos y tenemos inteligencia, tenemos que traducir esta ley irrealizable en algo al alcance de nuestra humanidad». Hemos dejado de ser discípulos, nos convertimos en maestros. Ocupamos delante de Jesús el lugar de los fariseos, «ciegos que guían a otros ciegos». Porque ya no miramos a Cristo como quien proclama una ley divina que hemos de obedecer. Ya no es para nosotros aquel cuyas huellas ensangrentadas hemos de pisar, ya no es aquel a quien acompañar en su sacrificio. Ya no es el amor del que no queremos separarnos, en su vida, su muerte y su gloria. Ahora solo es un ejemplo ideal y lejano que amoldamos al espíritu de nuestra época, a lo que juzgamos razonable. Lo hemosmodernizado y traducido al lenguaje del mundo, lo hemos traicionado. Y casi no nos hemos dado cuenta, aunque en el fondo sabemos que a Él lo hemos perdido, que ya no es alguien vivo a nuestro lado y que, de nuevo, como antes de conocerlo, estamos solos, sin él, sin Dios.
Tenemos siempre la tentación de dejar de ser discípulos —discípulo es el que aprende de otro y sigue sus pasos— para convertirnos en maestros, de nosotros mismos y de otros. El mayor peligro está en que apenas nos damos cuenta. Y por eso Cristo nos alerta.
En el Evangelio tenemos un caso paradigmático que Jesús corrigió con gran energía y dureza. Se trata de Pedro. Sucedió en un momento especialmente importante para él y para la Iglesia futura. Jesús les había preguntado a los Doce quién decía la gente que era él. Había varias respuestas que iban en una dirección no muy errada, porque todas vinculaban a Jesús con Dios, pero no alcanzaban la verdad. Pedro, movido por el Espíritu Santo, confesó la verdad:«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Confesó la verdad, tocó el verdadero misterio de Jesús y de Dios, y gracias a esta profesión de fe también nosotros, unidos a Pedro, podemos hoy confesar y tocar con el alma la verdad de Cristo y de Dios. La Iglesia no es sino la correcta profesión de fe que ha recibido de los Apóstoles y que Pedro proclamó entonces. Es tan importante, que Jesús le llama Bienaventurado y le cambia el nombre, Pedro, la piedra sobre la que Cristo edifica su Iglesia y resistirá los ataques del diablo hasta el fin de los tiempos. El caso es que, a continuación, Jesús les dijo a los Doce, por primera vez de forma absolutamente clara, que debía ir a Jerusalén, padecer y ser llevado a la muerte, y luego resucitar. ¿Qué hizo Pedro? Llevado por su buena intención, pero sin tener en cuenta el plan de Dios, quiso corregir a Cristo, se lo llevó a parte y lo reprendió (Cf.: Mt 16,22). El discípulo fetén se ha convertido en un falso maestro. Y Jesús, que lo ama profundamente, lo corrige con palabras muy severas y muy duras, porque no puede permitir que su Pedro se convierta en el guía de los que quieren adaptar el Evangelio a la mentalidad de los hombres: «Ponte detrás de mí, Satanás, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Pedro, al menos por un instante, sucumbió y se hizo a sí mismo maestro de Cristo. Jesús lo corrigió con dureza y le hizo volver al lugar que le correspondía, detrás de él.
Nosotros estamos a salvo mientras seamos discípulos. No importa no llegar a entender todo lo que ordena nuestro Maestro. Quizá lo entendamos, quizá no, pero nos basta saber que él es el Maestro y que lo mejor que podemos hacer es obedecer. No importa no saber por qué escoge este camino tan empinado, cuando parece que hay otro más suave, podemos llegar a saberlo o no, pero nos basta querer estar con él y seguirlo. Mientras seamos discípulos estamos a salvo, un paso detrás de él, junto a él. Cuando dejamos de ser discípulos nos convertimos en falsos maestros de nosotros mismos y, desgraciadamente, de otros, ciegos que guían ciegos. Ojalá ese día aún seamos capaces de acoger la corrección de Cristo: «Ponte detrás de mí».
El ejemplo de Pedro nos brinda otra lección: de entre los discípulos, el que más peligro corre de convertirse en un guía ciego es el que ha recibido más responsabilidad. El maestro de los niños o el profesor de Universidad, el padre o la madre… Y, sobre todo, el sacerdote y el obispo. A lo largo de la Historia de la Iglesia, gran parte de los cismas y herejías han sido provocados por sacerdotes u obispos que han dejado de ser discípulos. Especialmente, los sacerdotes, tenemos que vigilar y sentir el temor de sucumbir a la tentación de adaptar y modernizar el Evangelio y traicionarlo, para que sea aceptado más fácilmente.
Son los Apóstoles y sus sucesores, los obispos —y junto a ellos los sacerdotes—, los que reciben la responsabilidad de enseñar la verdad del Evangelio y la responsabilidad de conducir las almas hacia el cielo. Para eso deben ser discípulos ellos mismos, dejarse enseñar por quien es la Palabra y por la Tradición apostólica, dejarse corregir hasta lo más íntimo del alma, dejar que Cristo y su Espíritu reformen constantemente su vida. Cuando los fieles no encuentran ni doctores de la verdad ni guías espirituales es, en parte, porque los que han recibido este oficio no quieren ser ellos mismos siervos de la Verdad y discípulos del Crucificado. Solo el que permanece como siervo de la Verdad puede enseñarla. Solo el que la ama con reverencia pueda servirla. El que no la ama así, solo se acerca a la Verdad para usarla a capricho, hasta deformarla. Es necesario que el que curó a tantos ciegos arranque de los ojos de nuestra alma las vigas del error y del pecado. ¿Cómo, si no, vamos a corregir y sacar la mota de polvo de los ojos de nuestros hermanos? El sacerdote que no se deja enseñar y corregir por Cristo, termina siendo un hipócrita: «¡Hipócrita! Sácate primero la viga que tienes en tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano».
Ocupemos la posición que ocupemos en la Iglesia, pastores y fieles, hemos de velar para ser siempre discípulos, siempre detrás de él, el Maestro, el Señor. «No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro». Cuando termine nuestra vida, si nos hemos mantenido como discípulos, nos pareceremos a él, el hombre perfecto, y veremos que no nos equivocamos no queriendo ir delante, eligiendo y decidiendo por nosotros mismos, confiados en nuestra inteligencia. Veremos que no nos equivocamos al mantenernos siempre como discípulos, yendo detrás de él, bebiendo sus palabras y pisando una tras otra sus huellas.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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Homilía, 2 de marzo, 2025
Domingo VIII To C
Iglesia del Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares
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