XII Dom. TO A – 21, VI, 2020
No tengáis miedo
Jesús habla a los Doce. Los forma para la misión que afrontarán en cuanto él consume su obra. Antes, le han visto enseñar a la multitud, hacer milagros, caminar de un lugar a otro… Ahora escuchan atónitos instrucciones sobre la misión que ellos mismos tendrán que desarrollar. ¡Es curioso! Reciben instrucciones para un tiempo y unas circunstancias que desconocen: lo que ocurrirá con Jesús, y que llegará un día en que ya no lo verán con los ojos de la carne. Reciben instrucciones sobre una misión que tendrán que desarrollar en un tiempo del que no saben nada. Estarían un tanto desconcertados.
Al hablar a los Apóstoles, Jesús nos habla a nosotros. Porque nosotros somos parte de la Iglesia y la Iglesia es «apostólica», es decir: desarrolla la vida y la misión de los Apóstoles. La vida de los Apóstoles se resume en la relación que mantenían con Cristo y entre sí, antes y después de la resurrección, de una forma antes, de otra diversa después. Y la misión de los Apóstoles se resume en llamar a los hombres a adentrarse en esa relación que ellos mantenían con Cristo. Si somos miembros de la Iglesia fundada por Cristo, de la Iglesia Apostólica, entonces la vida de los Apóstoles es la nuestra y su misión es nuestra misión: nuestra vida se define por la relación que tenemos con Cristo resucitado y por la misión. La misión define nuestra relación con los hombres.
Pues bien, Jesús ha ido dando instrucciones hasta llegar al momento del discurso que escuchamos hoy.
Escuchamos una exhortación a no temer nada; y, en la misma medida, a temer a Dios: «No tengáis miedo a los hombres… Temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna». Pero hay una gran diferencia entre los miedos humanos y el temor de Dios[1]. Muchos de vosotros habéis pasado miedo durante estos meses de pandemia, de formas muy diversas: miedo ante el dolor físico, miedo ante la muerte, miedo por la suerte de los que queremos… miedo de no estar preparados para ponernos delante de Dios… No hay que esconderlo. Otros habrán experimentado un miedo más atroz: miedo a la nada; miedo a que todo sea un sinsentido; miedo a que el propio ser con su vida, el ser de los otros con su vida, se pierda en la absoluta oscuridad; miedo a que después no haya nada. Habrá quienes no han experimentado miedo, pero muchos sí.
Y el Señor habla del miedo porque sabe que atenaza a todos los hombres y también a los suyos. Él mismo experimentó el miedo antes de padecer y lo venció. Los Apóstoles y otros discípulos experimentaron el miedo, al mismo tiempo que Jesús vencía el suyo y abrazaba la cruz. Algunos parece que lo vencieron, como Juan y la Magdalena. La mayoría sucumbieron. Recordemos algunos casos concretos:
Marcos, el Evangelista, no era Apóstol, pero sí llegó luego a ser colaborador de Pablo y Bernabé, y también de Pedro, y llegó a escribir el primero de los Evangelios. Marcos estaba en el huerto cuando prendieron a Jesús, fueron a capturarle a él también y, desembarazándose de la sábana en la estaba envuelto, huyó desnudo. Tomás también muestra algún tipo de temor o de prevención cuando Jesús decide ir a Betania, cerca de Jerusalén, donde sus enemigos ya traman su muerte. En ese momento, Tomás dice con ironía y como en una especie de queda: «Vayamos también nosotros con él a morir». Miedo, desde luego, tuvo el primero de los Apóstoles, Pedro. El miedo lo venció, hasta negar tres veces a su Maestro. Jesús, que conoció el miedo y lo venció, conoció también el miedo de los suyos, nuestro miedo y habló para poner luz en esta situación.
El miedo es una dimensión natural de la vida. Desde la infancia se experimentan miedos que luego se revelan infundados y desaparecen. Pero surgen otros miedos que tienen causas más reales, como la pandemia que nos ha golpeado. Miedo al dolor, miedo a que nos arranquen nuestras libertades, miedo a la tiranía de los que quieren imponer un poder absoluto sobre el pensamiento y la vida de todos.
En medio de todos los miedos, que Cristo experimentó para vencer, Él nos enseña algo claro: quien teme a Dios no tiene miedo. En la Biblia el temor de Dios es el conocimiento de que Él es nuestro bien y de que no podemos perderlo, es el temor a alejarnos libremente de nuestro único bien. El temor de Dios es el conocimiento de que podemos alejarnos de Dios y de que esa lejanía puede significar el infierno, un infierno que puede llegar a ser definitivo con la muerte: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna».
El que vive afianzado en el temor de Dios vence el miedo. Porque el que teme a Dios es como el niño que vive en brazos de su padre, teme perder la sujeción de esos brazos, pero en ellos no teme ninguna otra cosa. El cristiano vence el miedo porque sabe que está en manos de Dios, sabe que Dios lo sostiene: «¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo: valéis más vosotros que muchos gorriones». Sí, para Dios valemos mucho más. El precio que él ha pagado por nosotros en la cruz, no oro o plata, sino la sangre de su Hijo Amado, nos da un indicio de lo que valemos para él.
Víctor, tú has escuchado, de parte de la Iglesia, el anuncio de este amor inaudito de Dios por ti, el amor que se expresa, se realiza y se resume en el signo de la cruz; has acogido este signo de amor, te hemos signado, con la cruz, para que de ahora en adelante tengas el amor de Cristo como tu verdadero bien, para que luches por él, para que temas perderlo, y así logres vencer cualquier miedo. Si caes, recuerda a Marcos, a Tomás, a Pedro. Cayeron y fueron levantados de nuevo por Cristo.
El mal, lo irracional, la injusticia, nuestro propio pecado no es, ni muchísimo menos, la última palabra. La última palabra es la de Dios: la Palabra que se hizo hombre, que nos amó hasta morir en la cruz, que venció la muerte y es Señor del mundo y de la vida. Nuestra vida y la vida de todos los hombres se juega ante él, porque es nuestro único bien: «A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos». No se puede elegir a Cristo en la clandestinidad. Se acoge su Palabra, como lo hizo María, en lo secreto, en el silencio de Dios, donde nadie puede ver; pero luego no puede ser clandestina, es necesario darla a luz, como María, que no puede esconderlo: «Lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea».
Los ya cristianos por el Bautismo nos ponemos en manos del Señor de la vida. Y a ti, Víctor, desde hoy catecúmeno, te ponemos en sus manos. Que el amor de Cristo expulse el temor, como enseña el apóstol Juan. Que lo expulse de los que ya hemos sido bautizados en las aguas que adelantan nuestra propia muerte en Cristo. Que lo expulse en ti, Víctor, que aguardas las aguas bautismales. Nos entregamos a Cristo y a ti te entregamos a él.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía del 21 de junio del 2020, en el Domingo XII del Tiempo Ordinario.
Oratorio de san Felipe Neri, iglesia de las Bernarndas.
Con el rito de Ingreso en el Catecumenado de un nuevo catecúmeno de la diócesis de Alcalá de Henares.
Oratorio de san Felipe Neri, iglesia de las Bernarndas.
Con el rito de Ingreso en el Catecumenado de un nuevo catecúmeno de la diócesis de Alcalá de Henares.
[1] A partir de aquí sigo en lo fundamental a Benedicto XVI, en el Angelus del 22 de junio de 2008.