XXVI Dom. TO A – 27, IX, 2020
Homilía para los de casa
Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús
Cuando un soldado que lucha por su rey cae herido en la batalla no recibe la reprensión de su soberano; al contrario, recibe su auxilio y su reconocimiento. De la misma manera, el cristiano que cae en la batalla contra el pecado no debe temer la reprensión de su Señor; lo que ha de esperar es el fuerte brazo de la gracia que lo levante y reconozca su mérito. Esto es algo que leí en San Ambrosio, y me parece que las cosas deben de ser así.
Pero el obispo de Milán da por descontado algo que los cristianos de su época conocían muy bien: la lucha. Hasta poco antes de nacer san Ambrosio, los cristianos habían sufrido muchas persecuciones y quienes aceptaban la fe sabían que aceptaban la lucha. Cuando las persecuciones cesaron, los cristianos mantuvieron el espíritu de lucha, lucha contra el pecado. En el fondo siempre había sido así, porque los cristianos no quisieron nunca instituir un nuevo orden político, no intentaron sustituir el poder pagano por un poder cristiano, sencillamente lucharon por no convertirse en idólatras, por no adorar el poder del emperador, por amar más a Dios que a su propia vida, por morir perdonando. Su lucha nunca fue contra el emperador; fue siempre la lucha por la fe, la lucha por vivir y morir para Dios. Era la lucha por seguir a Cristo íntimamente en su itinerario interior, que es el itinerario que describe san Pablo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo…» Y lo que sigue.
El íntimo gobierno de estos principios en el corazón de los cristianos fue lo que generó poco a poco una sociedad cristiana bien distinta a la pagana. Pero su lucha consistió en seguir a Cristo, vivir unidos a él, vivir con «sus sentimientos». Es una lección de la Iglesia de los Padres para la Iglesia que vive en el momento presente.
También las palabras de Jesús reflejan la realidad de una lucha interior: por la conversión, por la obediencia, por ser hijos. Después de la expulsión de los mercaderes del Templo, Jesús tiene una larga discusión con los jefes de los sacerdotes y los ancianos. La cuestión final que plantea es: ¿estáis dispuestos a convertiros? ¿Estáis dispuestos a obedecer? Las prostitutas y los publicanos se han convertido, ¿vosotros estáis dispuestos? Jesús había llegado a Jerusalén haciendo un largo recorrido desde Galilea, donde Juan predicaba la conversión, acompañado por un buen número de discípulos, no solo los apóstoles, y entre ellos se habían juntado también prostitutas y publicanos, que con su obediencia en el seguimiento de Cristo se habían puesto por delante en el Reino de los Cielos: «Vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».
¿Y nosotros? ¿Estaremos dispuestos a convertirnos? Dejemos a un lado a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos y preguntémonos por nosotros. ¿Estamos nosotros dispuestos a convertirnos? La parábola describe la conversión como un acto de obediencia. Según la Biblia, la obediencia es la primera obligación de un hijo (Cf.: Si 3,1-16; Ef 6,1; Col 3,20). Ser hijo consiste fundamentalmente en obedecer. Jesús mostró en la obediencia amorosa y extrema que él era el Hijo Único de Dios. La parábola habla de dos hijos que reciben una orden de su padre y expresa lo duro que es obedecer. La obediencia es ardua y requiere hacerse una gran violencia. El primer hijo dice «no», pero se desata una lucha interior en él y, al final, obedece. De esta manera, el que ya era hijo llega a serlo de veras. El segundo hijo se muestra enseguida dispuesto, pero al final no obedece. Somos hijos, pero no llegamos a serlo verdaderamente sin esta lucha interior. Somos hijos de Dios por el bautismo, pero hemos de aprender a ser hijos, como Cristo mismo, el Unigénito, aprendió: «aprendió sufriendo a obedecer».
Vamos un momento a la primera lectura. Ezequiel predica cuando parte de Judá está deportado en Babilonia. Jerusalén y el Templo están aún en pie, pero muchos judíos están en el destierro, se preguntan por qué y acusan a Dios de ser injusto. Judá cree que habría de bastar ser el pueblo del Dios verdadero para no morir. Simplemente por ser hijos de Abraham y de la tribu de Judá, Dios no debía haber dejado que sufriesen el destierro y no debería permitir todo lo que vendrá después. Las primeras palabras de Ezequiel recogen este sentir: «Insistís: “No es justo el proceder del Señor”». Creen que solo por ser hijos de Abraham tenían derecho a vivir tranquilos.
Entre cristianos esta idea se ha colado muchas veces: estamos bautizados, vivimos en la Casa de Dios, la Iglesia, donde él nos da su Cuerpo y su Sangre, tenemos asegurada la salvación. Imaginad si además uno tiene un vivo sentimiento de pertenencia a una de las grandes órdenes religiosas, como los jesuitas o los franciscanos; o si se sabe parte de un gran movimiento del presente de la Iglesia; o si sabe que su director espiritual es un santo. Imaginad si no se nos puede colar la idea de que el mismo hecho de pertenecer al Oratorio, de ser hijos de san Felipe, de tener una historia de muchos años… si no se nos puede colar la idea de que ya está todo hecho.
El Evangelio pone ante nosotros la necesidad de convertirnos, de luchar por obedecer. No basta haber recibido el don del bautismo y vivir en esta Casa de Dios. No es suficiente llevar años en esta aventura nuestra que comenzó en Parla hace ya más de 25 años, incluso antes, en el Seminario de Madrid… ¡No basta! Es necesaria la obediencia. Y en esta lucha por obedecer con Cristo que obedece y seguir el itinerario interior de su servicio a los pecadores, que describía san Pablo, es donde tiene sentido aquella preciosa idea de san Ambrosio: si el soldado cae en batalla, su soberano lo tomará, lo levantará, lo recompensará. Podemos caer y esperar misericordia, pero hemos de estar en esta batalla.
Además, esta idea da respuesta a una gran inquietud en la Iglesia de Occidente. Los judíos deportados en Babilonia, cuando aún no había llegado el desastre total sobre Jerusalén, no entendían cómo se encontraban en el exilio, vencidos por paganos, por hombres que adoraban dioses falsos. Esa confusión la vivimos en la Iglesia en Occidente: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo hemos perdido nuestra fuerza? ¿Cómo nos abandonan nuestros hijos y nuestra casa, la Iglesia, queda vacía? El mundo antes cristiano se aleja y toma leyes paganas. Pareciera que Dios nos ha castigado o, al menos, nos ha abandonado. Nos parece injusto y querríamos cambiar el poder de los paganos por un poder cristiano, las leyes de nuevo paganas por leyes cristianas. Creemos que volviendo a tener el control volveríamos a tener llena la Casa de Dios. La respuesta de Dios es una llamada a luchar por la propia conversión, a la obediencia y al seguimiento estrecho de Cristo.
En tiempos de Ezequiel, cuando los judíos se quejaban por la humillación de Judá, Dios llamaba a una conversión profunda y personal: «Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo y practica el derecho y la justicia, él salva su propia vida. Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá». Jesús da forma con su obediencia a esta conversión. Participar de esta obediencia, que implica una batalla interior con el propio yo, con los propios deseos, con la propia independencia, es el camino que se nos propone como Iglesia.
La respuesta a las inquietudes de nuestra vida personal y la respuesta a las inquietudes de la Iglesia Universal se juegan en este punto: que aprendamos a ser hijos, que luchemos, y lo hagamos nosotros, por tener los mismos sentimientos de Cristo, que hizo suyos los pecados de los hombres, que se humilló a sí mismo y obedeció hasta la muerte de cruz.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
Archivos:
Homilía para los de casa
Oratorio de san Felipe Neri
28 de septiembre de 2020
Oratorio de san Felipe Neri
28 de septiembre de 2020