XXV Dom. TO A – 20, IX, 2020
Homilía para los de casa
La vida es Cristo
Un propietario contrata a unos jornaleros por un denario. Lo hace al alba, para toda la jornada. Es una escena común en cualquier pueblo de Galilea. También era común que, conforme a la ley del Antiguo Testamento, se pagase lo acordado al finalizar la jornada de trabajo en el campo, a la puesta del sol. Este es el punto de arranque de la parábola. A partir de esta escena perfectamente comprensible para todos, empieza Jesús a llevar el corazón hacia lo que para ninguno de nosotros es evidente sino solo por la fe: «Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes».
Aquellos hombres esperaban la paga después de una jornada de trabajo, del amanecer al anochecer. Lo que no esperaban era que los llamados a media mañana fuesen a recibir un jornal entero; o que también los llamados al mediodía recibiesen todo el jornal; menos aún que recibiesen lo mismo los llamados a media tarde y al caer la tarde, que apenas habían trabajado. Esta es una sobreabundancia que nos sigue sin entrar en la cabeza porque pensamos en Dios con nuestras medidas. Pero Dios es siempre más grande. Es una de las cosas que Isaías había anunciado. No podemos sopesar ni imaginar la grandeza del don de Dios, su providente cuidado, su bondad y su amor, totalmente desproporcionado y gratuito con nosotros.
En medio de la oscuridad de los días que vivimos con esta peste diabólica, no desconfiemos de esta afirmación: «Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes». Dios es siempre más grande, su bondad y lo que nos prepara, mucho más grande de lo que nosotros podríamos imaginar. Este es el primer punto claro: la gran bondad de Dios y de su designio para con nosotros.
Vayamos a la queja de los que han trabajado todo el día. Parece que, si han trabajado más, mucho más que los de la media mañana, los del mediodía, los de media tarde y los del atardecer, deben recibir más. Esta es nuestra lógica, pero es una lógica que nace de nuestro corazón pequeño. Nuestra mirada no consigue comprender lo bueno que es Dios y lo bueno y grande de su paga, y así nuestro corazón es mezquino y envidioso. «¿Vas a tener envidia porque yo soy bueno?». Como un hombre que cree que sus riquezas pueden acabarse y que la vida se le escapa, como quien espera una paga pequeña, nuestro corazón está como encogido. ¡Como si este denario, la paga de Dios, fuese poca cosa!
Pero, ¿a qué hace referencia este denario? ¿Cuál es la paga de Dios? Jesucristo y la vida que él nos ha abierto, la del amor trinitario, la Vida Eterna. ¡Esta es la paga! Más grande que todo lo que podemos imaginar y siempre inmerecido, tanto si hemos trabajado mucho como si hemos trabajado poco, tanto si nuestro esfuerzo ha sido grande, como si ha sido pequeño. Esta paga se resume en un nombre propio, en alguien real, en Jesús. «Cristo es con mucho lo mejor», decía san Pablo: su misma persona, su mismo amor y la vida que él nos ha conquistado, la comunión de la Trinidad y en ella, dentro de ella, por nuestra unión con él, la Comunión de los Santos, el cielo. Con Cristo Dios nos lo ha dado todo, se nos da Él mismo y su vida. Y esto es de una grandeza, de una belleza, de una riqueza infinita y eterna. «La vida es Cristo».
La paga, grande e inmerecida, es Cristo. No se nos promete una vida más fácil en esta vida por ser cristianos o trabajar en la Iglesia, ni más riqueza, ni más salud. No se nos promete que el progreso de los que queremos ver crecer en la fe vaya a ser fácil, ni se nos promete el éxito. La promesa es este Jesús en el que Dios nos lo ha dado todo, el objeto del deseo de san Pablo: «Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia». Este es el segundo punto de claridad: Cristo, y Dios mismo con Él, es nuestra paga, a la vez grande e inmerecida, también única.
Pero que sea grande solo lo entiende el que ama. Solo el amor puede comprender el valor de Cristo y gozar de él. Él es paga solo para el que ama. Solo si podemos decir de verdad «para mí la vida es Cristo y morir una ganancia», podremos también trabajar sin descanso en la Viña de Dios, esto es, en la Iglesia, por el bien de nuestros hermanos. Nosotros queremos trabajar solo con medida por la misma razón por la que aún no queremos morir, porque no amamos a Dios. «El cielo solo es cielo para los santos», decía Newman. El que no ama a Cristo no entiende. La parábola apunta a este bien único y así exige la conversión de nuestro corazón hacia él.
¿Qué significa eso? Que hemos de aprender a amar a Cristo. Hemos de reconocer que nuestro corazón dista mucho aún de amarlo a Él como nuestra verdadera paga. Lo amamos, pero no tenemos prisa por alcanzarlo definitivamente. Lo amamos, pero queremos también otras cosas. Este es el estado real de nuestro corazón. Nuestro corazón ha de convertirse a él. Este es el tercer punto de claridad de la parábola. Como los jornaleros de primera hora, podemos ser incapaces de comprender el valor de la paga. Llegados a primera hora, nuestra incapacidad para comprender, nuestra falta de amor puede relegarnos al último puesto. Nuestro corazón ha de convertirse a Cristo, y en él a Dios.
La Palabra de Dios empezaba hoy así: «Buscad a Dios». Pues bien, buscamos lo que amamos. Y crecemos en el amor de lo que buscamos y deseamos. «Buscad a Dios».
Jesús, Señor nuestro, Dios nuestro, enséñanos a amarte, a buscarte y a desearte hasta hacer de ti nuestra única paga. «Jesús, dulzura de los corazones, / fuente viva, luz de las mentes, / que excede toda alegría y todo deseo», enséñanos a amarte.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
P. Enrique Santayana C.O.
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Homilía del XXV Domingo del TO, para los de casa
20 de septiembre de 2020
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