Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares
XXV Dom. A
24-IX-2023
 
Entre las palabras de Isaías destacan estas que vienen directamente de Dios para abrir nuestra mente y nuestro corazón: «mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes». Sí, Dios tiene planes para nosotros, que jamás habríamos podido soñar. Junto a esta afirmación, destaca otra: «Buscad al Señor… llamadlo». Ambas tienen que ver. El plan del Señor, tan grande que el hombre no ha podido siquiera imaginarlo, es hacer participar al hombre de la misma vida de Dios. Nosotros nos conformaríamos —lo hacemos, de hecho— con pequeñas cosas… Dios no. El plan de Dios es hacernos partícipes de su vida y eso por nuestra vinculación libre y amorosa a él. Por eso, para abrir nuestro corazón y realizar su plan nos pide: «Buscadme… llamadme…». Antes de que Dios se convierta en el deseo del corazón de un hombre, ya está Dios esperando responder a este deseo: darnos su amor hasta hacernos partícipes de su vida; como hace un esposo al amar a su esposa, que la hace partícipe de su vida, de sus bienes y de todo lo que tiene.
 
El Evangelio tiene que ver con este plan grande de Dios para el hombre, que nosotros debemos aprender a reconocer, a valorar y a desear. Dios, en su Hijo, se nos ha hecho cercano. Nosotros creemos que esto es así, pero, ¿qué esperamos de él? ¿cuál es el contenido de nuestra esperanza? La parábola del Evangelio es una lección para nuestro corazón.
El denario que el dueño de la viña da a los trabajadores, a los que se afanan todo el día, a los que solo trabajan medio día, media tarde… y también a los que solo lo hacen una hora, representa la paga de Dios. ¿En qué consiste esa paga? ¿En honores? ¿En fama? ¿En riqueza? Si uno espera esto de Dios, entonces se entiende que haya una gradación en la recompensa. En ese caso, si he trabajado mucho, esperaré más honores, más fama, más riqueza que los que han trabajado menos. Pero, si la paga es el mismo Dios que se nos da, ¿qué más podemos pedir? Y es que justamente esa es la paga: Dios mismo, que se ha vaciado en su Hijo, que se nos ha dado del todo en un acto de amor imposible de haber imaginado con antelación, en un acto de amor en el que se nos da, en el que nos engrandece, en el que nos redime, nos eleva y nos hace partícipes de su vida divina.
Y, sin embargo, a veces, la ceguera de nuestro corazón enfermo nos hace despreciar esta paga, como si no fuera suficiente. Si trabajamos desde la primera hora, nos parece que debemos cobrar más. ¿Qué más nos puede dar Dios que a su propio Hijo, no solo en esta vida, sino eternamente? ¿Qué más que él mismo con su amor, su vida infinita, su eternidad, su belleza? Esta paga es inmerecida para cualquiera, trabaje lo que trabaje, mucho o poco. Este denario será siempre inmerecido, algo a lo que no podríamos aspirar si Dios no nos lo hubiera querido dar gratuitamente.
Él quiere que, al esfuerzo de su amor infinito, se una el pequeño esfuerzo de nuestro amor por llevarle a él a otros, pero este esfuerzo nuestro no es nunca comparable al suyo, y no podría nunca merecer la vida que Dios ha pensado para nosotros. Este es el denario que da a todos, y para todos es más que justo, a no ser que el corazón esté enfermo y no sea capaz de reconocer y de gozarse con su valor.
 
San Pablo, desde luego, reconocía el valor incalculable de ese denario. Sabía que había sido llamado tarde, en comparación con los primeros Apóstoles. También sabía que, a pesar de haber sido llamado tarde, había trabajado más que ninguno en la viña del Señor. Ni lo uno ni lo otro alteraba lo que esperaba recibir: a Cristo. «Para mí la vida es Cristo, y morir es una ganancia». Y no escribe esto a los de Filipos desde una cómoda estancia, como el que escribe cosas hermosas bien comido y bien descansado, disfrutando de calma y tranquilidad. No. Hace esta declaración, que es una lección para el corazón de todos nosotros, desde su prisión romana, en medio del sufrimiento, de las privaciones y de la incertidumbre sobre su vida. Así, nos enseña qué es lo que debemos desear y el contenido de nuestra esperanza: primero, el deseo de trabajar por Cristo todo lo posible, buscar que la red de amor de Dios alcance al mayor número de hombres, porque este es el deseo con el que el Hijo de Dios se hizo hombre y fue a la cruz; segundo, el objeto de su esperanza, estar con Cristo, su amor. No hay más. El amor a Cristo, que le ha amado primero y sin merecerlo, le hace desear alcanzarlo solo a él, su único y definitivo bien. Y el mismo amor a Cristo es el que le hace desear que se aplace el abrazo definitivo para trabajar más por Cristo, sufriendo todo tipo de angustias y de tribulaciones, para expandir el Reino de Dios, la red de amor con la que Dios hace al hombre partícipe de su vida.
«Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte. Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia. Pero, si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger. Me encuentro en esta alternativa: por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor; pero, por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros».
 
Que el Espíritu Santo ilumine los ojos de nuestro corazón y nos enseñe a valorar el don de Cristo, que el mismo Espíritu de amor del Padre y del Hijo, nos enseñe la ciencia del amor, para que por amor a Cristo deseemos expandir su Reino y por amor a Cristo nuestro único deseo sea alcanzarlo a él.
 
 
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
 
P. Enrique Santayana C.O.
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Homilía del 24 de septiembre de 2023
Domingo XXV del tiempo ordinario, ciclo A
Oratorio de San Felipe Neri, Alcalá de Henares
Autor-1603;Enrique Santayana
Fecha-1603Miércoles, 27 Septiembre 2023 06:57
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