Nos fuimos haciendo mayores, muchos quedaron en el camino, aunque esto ya lo avisó el Señor: “Muchos son los llamados, pocos los escogidos”. Por las mañanas, muchos de nosotros coincidíamos en el instituto, y allí puedo asegurarlo, no pasábamos desapercibidos precisamente: teníamos ideas diferentes, otros ideales, otros intereses, llamábamos la atención de nuestros compañeros y también de los profesores. Por las tardes acudíamos a la Misa y empezamos a hacer de esta el centro de nuestro día; terminábamos después con el rezo de las vísperas. Por dentro iba forjándose un deseo que ya él nos había concedido desde hacía años: queríamos estar juntos y vivir como lo hizo la primera comunidad cristiana.
Además de nuestros oficios y responsabilidades en este mundo, fuimos poniendo los cimientos de nuestra vida espiritual: llegaron y se formaron otros sacerdotes, muchos formaron familias, otros decidieron servir consagrados al Señor y otros seguir buscando su lugar en esta familia. Y digo bien, familia; esto es la Congregación y el Oratorio de San Felipe Neri. En ella todos tenemos un lugar, los sacerdotes ejercen su ministerio y sirven de manera constante e incansable al Oratorio (sin ellos nada seríamos y sólo Dios sabe lo que les debemos), los casados buscan hacer de ellos y de sus hijos santos, y el resto buscamos llegar al cielo aunque sea a trompicones. Todo lo que queremos es llegar a la santidad juntos.
Hoy gracias a Dios, esos deseos que puso en nuestras almas hace tantos años fueron bendecidos y confirmados por Dios ante los hombres el 3 de octubre de 2009. Hoy soy miembro del Oratorio Seglar, una cristiana, maestra de religión en un colegio de educación especial, que tengo la gracia de poder vivir en comunidad, en familia, bajo la misma casa, con tres oratorianas, tres hermanas más. Hasta ahora no he descubierto para mí otro camino que no sea el de servir al Señor en esta comunidad. Y es la mía una vocación especial, diferente. No creo estar llamada al matrimonio, aunque eso no quita que no pueda dirigir mi parte “maternal” a cuidar a los niños de mis hermanos en la fe y a atender lo mejor que puedo y sé a mis niños en el colegio. Los hijos de mis hermanos me dan la vida y créanme, estaría dispuesta a dar mi vida por cualquiera de ellos. Procuro enseñarles, pues inmerecidamente Dios me concedió el don de enseñar las cosas principales de nuestra fe y también a amar la Santa Misa por encima de todo. En el colegio, veo en cada uno de esos niños discapacitados al mismo Jesús. Nuestra vida en comunidad empezó hace ya cuatro años. El comienzo, como todo lo que viene de Dios, fue difícil.
A mi me costó un duro enfrentamiento con mis padres, pues no entendían que me fuera de casa a vivir de esta manera. También fuimos llamadas a ello no sólo nosotras, alguna más lo fue y lo ha sido después. Unas no han querido, otras han marchado viendo que esta no era la vida que querían llevar. La vida comunitaria es maravillosa, aunque no es nada fácil y no está exenta de cruz. Es maravillosa porque aquí puedo vivir cristianamente, sin esconderme, sin que me vean como un bicho raro y me cuestionen constantemente, y sin tener que dar explicaciones de cómo vivo mi fe. Es difícil porque se trata de vivir en familia, de hacer familia.
Somos muy diferentes, no sólo en edades, sino también y sobre todo en caracteres. Es muy necesario, desde que te levantas, tener en cuenta que siempre has de buscar en esta familia el último lugar, porque ese es el que quiere Dios para ti; es necesario querer servir antes de que te sirvan; es necesario querer cargar con la cruz de tus hermanas, aunque a uno ya le pese demasiado la suya; es necesario olvidarse de sí mismo para vivir por y para tus hermanas. Es morir para que otros vivan, dar la vida por tus hermanas; ¿no es esto lo que hizo Jesús? Algo sí quiero dejar claro: no somos consagradas, nuestro único voto es el de la caridad, como decía nuestro padre San Felipe.En esta comunidad yo soy mimada por Dios de manera especial. Han sido muchas mis caídas y mucha la misericordia que Dios ha mostrado siempre conmigo. Aún así, todavía queda mucho por andar y sé que sin el Oratorio no podré hacerlo.
Le doy infinitas gracias a Dios por la vida en comunidad; no podría entender mi vida sin mi padre espiritual, que nunca me ha dejado sola en el camino, que ha mostrado una paciencia infinita y amorosa para conmigo y al que le deberé la vida eterna si a ella llego. No podría entender mi vida sin la Congregación y sin el Oratorio de San Felipe Neri, al que me encomiendo como hija suya que soy.
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