Con la Mirada puesta en la elección del sucesor de Pedro
III Dom. de Pascua C
4-V-2025
«Sígueme» (Jn 21,19)
El primer domingo de Pascua nos hablaba de Pedro y Juan corriendo hasta el sepulcro vacío. El segundo domingo de Pascua, de Jesús resucitado apareciéndose a los Apóstoles y mostrándoles las manos y los pies; y apareciéndose de nuevo, ocho días después, cuando Tomás vio y tocó las llagas del Resucitado. Esas dos primeras apariciones tuvieron lugar en Jerusalén, en una casa cerrada. Ya entonces Jesús envía a los apóstoles al mundo, dándoles su Espíritu y la misión de administrar el perdón de los pecados que él ha ganado en la cruz: «“Como el Padre me envió, así os envío yo”. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”». Pero, a pesar de dicho envío y misión, el centro de esas dos primeras apariciones es Jesús, la realidad de su resurrección. Primero, que estaba vivo y, luego, cómo estaba vivo: con su humanidad, pero con una vida nueva, la vida de Dios.
El tercer domingo de Pascua nos trae la tercera aparición de Jesús a los Apóstoles en el lago de Tiberíades, el lago de Genesaret, donde había comenzado Jesús a predicar y a formar en torno a él a la comunidad apostólica, de la que nacería la Iglesia universal. Ya no están en una casa cerrada, sino en el Mar de Tiberíades, en un espacio abierto de amplios horizontes que señala ya la misión de los Apóstoles en el mundo, el desarrollo de la Iglesia. El centro de todo sigue siendo Jesús resucitado, pero ahora junto a él cobra protagonismo Simón Pedro. Pedro aparece como el primero de los apóstoles. Él toma la iniciativa de ir a pescar y los demás van con él. Pero Pedro, aunque es un pescador experto, y aunque el mismo Cristo le había dicho tiempo atrás: «tú serás pescador de hombres», pasa la noche sin conseguir nada. Pedro es nada sin Cristo, el Papa es nada sin Cristo, todos nosotros somos nada sin Cristo: «sin mí no podéis hacer nada». Pero a la orden de Cristo resucitado y obedeciendo esa orden —«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis»—, la red se llena de peces: —«La echaron, y casi no eran capaces de sacarla por la gran cantidad de peces»—. Desconfianza total en nosotros mismos y confianza total en Cristo. Echad la red es, en primer lugar —enseñaba el papa Benedicto XVI— creer en él y fiarse de su palabra. En este momento, «el discípulo a quien Jesús amaba —es decir, Juan— le dice a Pedro: “Es el Señor”». Pedro tiene que aprender que, siendo el primero en la Iglesia, no lo es todo. Juan, el más pequeño es, sin embargo, el que más ama y el que más ve, el más capaz de ver la verdad, el primero en reconocer a Jesús y en confesar su señorío: «Es el Señor». En la Iglesia necesitamos la autoridad de Pedro y el amor de Juan, de los vírgenes, de los niños, de los santos. Es una lección de humildad para Pedro y para todos nosotros. Pero es, sobre todo, la lección de que la Iglesia es una comunión, en la que cada uno tiene su lugar y donde muchas veces los más humildes, los que no tienen protagonismo, son los que más y mejor ven, porque son los que más aman, manteniendo el ímpetu de los que han de guiar a todos. También Pedro ha de vivir del amor de Juan por Cristo. Iluminado por él se tira al agua y nada hasta donde está Jesús, no puede esperar el paso lento de la barca. Es propio de su ímpetu natural, el que muestra en todo el Evangelio, y propio también de la determinación y el arrojo que necesita quien está al frente de la Iglesia.
Jesús, en la orilla congrega a todos alrededor de un pez y pan que tiene en las brasas. Es la expresión de la Eucaristía, de que después de la resurrección él sigue siendo el alimento de los suyos, y lo será siempre, justamente en la Eucaristía. En la Iglesia no tenemos que inventar nada para alimentar nuestra inteligencia y nuestro corazón, tenemos a Cristo, tenemos la Eucaristía. ¡Eso es lo que debemos mimar! Y aunque Jesús tiene preparado el alimento, les dice: «traed de los peces que habéis pescado». Junto al don que Jesús hace de sí en la Eucaristía, él une a los que son suyos, no solo a los apóstoles, sino a todos los fieles, representados en esos peces. Los une a su propio sacrificio eucarístico y así hace fecundo no solo el trabajo de los apóstoles, sino la vida y el sacrificio de todos sus fieles. La Iglesia no es una sociedad clerical, sino el cuerpo de los fieles de Cristo, para cuyo servicio él elige a algunos varones para unirlos a él como cabeza de ese Cuerpo. Pero al frente de todo el Pueblo de Dios está Pedro, que arrastra la red llena de peces hasta los pies de Jesús. Es Pedro quien ha de guardar la unidad de los fieles con Cristo, el que arrastra la red sin que se rompa, preservando su unidad, la comunión con Cristo. Entonces Jesús «toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado». Insisto: en la vida de la Iglesia no hay nada más importante que esto: Cristo que nos da de sí mismo, la Eucaristía, en la que nos unimos a él y en la que también nuestra vida llega a ser fecunda.
Después Jesús toma consigo a Pedro y tiene con él un diálogo que todos conocéis de memoria. Tres preguntas sobre el amor de Pedro hacia él: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?»; «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?»; «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Tres respuestas de Pedro: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero»; «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Y con cada confesión de amor, tres veces que Jesús le dice a Pedro cómo ha de amarlo: «Apacienta mis corderos»; «Pastorea mis ovejas»; «Apacienta mis ovejas». Con un mandato final: «Sígueme». Jesús quiere rescatar a Pedro de la culpa de su pecado, cuando lo negó, lo quiere libre de toda culpa y, así, no preocupado por sí mismo, sino por la unidad de la Iglesia con él. Y como enseñó después san Pablo, que la caridad, el amor divino, perdona una multitud de pecados, Jesús no le pregunta: ¿te arrepientes de negarme?, ¿te arrepientes de lo que hiciste? Mucho más delicado y, al tiempo mucho más radical, requiere de él una triple confesión de amor y con ese amor divino que Jesús saca del propio corazón de Simón, lo libera de la culpa del pecado y le capacita para un amor más grande, como pastor de la Iglesia universal. Y en el desarrollo de ese oficio de caridad la llamada definitiva: «Sígueme». Sé uno conmigo; pastor que da la vida por su rebaño; maestro de la verdad que nadie quiere oír; rey que camina al frente de su pueblo indicando el camino y afrontado el primero los golpes del enemigo; sacerdote que ofrece a Cristo y se ofrece con Cristo.
Solo este amor que sigue a Cristo y se identifica con él es digno y fecundo para quien ha sido constituido pastor: todo obispo y todo sacerdote. Solo este amor es digno y fecundo para quien es constituido sucesor de Pedro, pastor de la Iglesia universal. Sin Cristo, sin este amor que nos une a él y nos identifica con él, que hace que sigamos las huellas de su amor, todo esfuerzo meramente humano, toda organización y todo plan nacido de mera sabiduría humana, no significa nada, absolutamente nada. A Pedro, Jesús le pregunta por su amor a él y solo ese amor le capacita como pastor.
Ahora, queridos hermanos, en pocos días comienza el cónclave, y el Pueblo de Dios necesita un papa, un sucesor de Pedro, fiel a la fe apostólica, y mucho más: amante de Cristo, no amante del mundo o de las opiniones del mundo, o del favor del mundo, de los poderosos… ¡Amante de Cristo! Y nosotros, todo el Pueblo de Dios, ha de suplicar a Dios que así sea, que nos dé un pastor fiel sucesor de Pedro. En veintiún siglos hemos tenido papas buenos y malos, muy buenos y muy malos, y muchos papas santos. Que nuestra oración nos haga dignos de un papa santo y sabio.
Alabado sea Jesucristo
Siempre sea alabado
Enrique Santayana C.O.
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