Oratorio San Felipe Neri de Alcalá de Henares


Debemos saber que somos sacerdotes, en primer lugar para Cristo. Seguramente alguien os pueda explicar mejor que yo por qué esto es así, pero lo cierto es que somos sacerdotes, en primer lugar, para Cristo. El carácter que imprime en nosotros el sacramento coloca nuestro ser en una relación original y permanente con respecto a Cristo; y si respecto a Cristo, también respecto al Padre y al Espíritu Santo. Solo por este motivo ocupamos un lugar preciso en el Cuerpo de Cristo y llegamos a ser «útiles» al Pueblo de Dios. El sacerdocio implica un cambio permanente y estable en el hombre que recibe el sacramento, es lo que llamamos «carácter», marca indeleble en el alma. Y ese carácter tiene que ver con una relación personal original con Cristo en la que somos constituidos. Luego podremos ser buenos o malos sacerdotes, buenos o malos predicadores, hábiles confesores o no… podremos escalar el cielo o precipitarnos en el abismo más profundo del infierno… y aun así, nuestra persona tendrá esta marca indeleble que consiste en una posición original con respecto a Cristo. El «carácter» consiste fundamentalmente en una relación personal original y estable con respecto a Cristo cabeza.

Ahora, este don se convierte en un requerimiento «absolutista» —si me permitís la palabra— de nuestra inteligencia, de nuestra voluntad, de nuestra memoria y de nuestros afectos. El celibato es expresión histórica de este requerimiento, mucho antes que ser una disposición necesaria para el ejercicio de una función ministerial. El don de Cristo nos requiere, el amor exclusivo de Cristo nos requiere, Cristo nos requiere: nos da una cercanía singular —eso nos lo da de hecho de forma permanente y estable, independiente de nuestra respuesta posterior—, pero este don permanente y estable requiere de forma absoluta nuestra persona.

El amor entre los esposos es exclusivo y total, no puede ser de otra forma. No puede haber un amor esponsal que no sea a un solo varón, a una sola mujer. Y no puede ser un amor a medias, solo puede ser total. Con este tipo de amor Cristo ha amado en la cruz a todo hombre. A todo hombre, a cada hombre como siendo un único hombre, de forma exclusiva, y a todo hombre del todo, sin reservarse nada. Pero la vocación sacerdotal implica una configuración de la persona del sacerdote con Cristo especial:
  • como un bautizado, el sacerdote está ante Cristo llamado por su amor exclusivo y único, al pie de la cruz. Cristo esposo constituye a la Iglesia como esposa y como cuerpo suyo y su amor único y exclusivo da su lugar propio a cada bautizado, por decirlo de alguna forma, al pie de la cruz.
  • pero como sacerdote, es llamado a participar de una relación tan íntima con Cristo que llega a confundirse —si esto fuera posible— con él. Llega a identificarse con él, para ofrecer a Cristo, y ofrecerse él mismo con él, en el sacrificio único de la cruz, en el sacrificio eucarístico. Por decirlo con una imagen, y con todos los límites de las imágenes, ya no está solo ante la cruz, está también en la cruz, compartiendo como amigo el sacrificio del Esposo.
 
La analogía del desposorio se queda corta para describir y pensar en esta unión y relación con Cristo en la que el varón es puesto por el sacramento del Orden. El vínculo conyugal establece una relación de donación recíproca entre los esposos. El vínculo del sacerdocio es más bien una asimilación al amor del Amigo. Cristo es el Amigo. Él nos asimila a sí. Como hombres bautizados y eucaristizados somos vinculados a Cristo con una amor esponsal; como hombres vinculados a Cristo sacerdote somos asimilados a él como el Esposo de la Iglesia y Cabeza de su Cuerpo, en el acto eterno de su entrega. No cabe mayor cercanía, no cabe una “amistad” mayor, no cabe, yo al menos no puedo imaginarlo, un amor de elección mayor y más inaudito. Además, el amor conyugal no perdura en su forma terrena para la vida eterna (cf. «serán como ángeles»). Sea cual sea la forma en que los diversos vínculos del amor humano —la paternidad, la filiación, la amistad, el matrimonio—alcancen la redención definitiva, no tendrán esta cualidad de definir la vida eterna, que sí tiene el vínculo que establecen Bautismo, Confirmación y Orden. El vínculo con el que seréis tomados por Cristo en el Orden sacerdotal, que es siempre un acto suyo, algo que él hace porque desea hacerlo, como resultado de una elección suya libre, como resultado de un amor especial, ese vínculo os definirá y será para toda la eternidad elemento que constituya quienes sois. Quedaréis conformados para siempre por este amor de elección. Este amor siempre actual, siempre vivo, siempre nuevo, en este tiempo y en la eternidad, os constituirá, os hará ser quien sois, os definirá, dirá quien sois cada uno de vosotros. Si el Hijo de Dios se define por la relación eterna con su Padre, vosotros seréis definidos, de forma análoga, por esta relación única con Cristo, que tiene principio en el tiempo, pero no tiene fin: sacerdote de Cristo.

Cada uno de nosotros seremos definidos por este don del carácter sacerdotal y por nuestra respuesta libre a él, es decir, por nuestra relación personal con Cristo. Pensad esto un momento. Viviréis, ¡ojalá!, muchos años como sacerdotes. Predicaréis, confesaréis, ayudaréis a los hombres a escuchar a Dios y a seguirle… Daréis, Dios lo quiera, mucho fruto, conforme a la voluntad de Dios. Pero, ¿cuántos años predicaréis?, ¿cuántos años ejerceréis como confesores? ¿40 años? ¿50? ¿60?

¿Y después? Sí, esta es la pregunta que nos abre la verdad del sacerdocio. Después, por toda la eternidad, seguiréis siendo sacerdotes, cuando ya no prediquéis, ni confeséis, ni hagáis nada de nada, si no es amar y ser amados por Cristo. Lo más juzga sobre lo menos, la eternidad sobre el tiempo, la vida perfecta que Cristo nos ha ganado y a la que nos llama, la vida de Dios, la vida que san Juan llama «la vida eterna», juzga sobre esta vida nuestra temporal. Aquella vida que esperamos nos da la medida del sacerdocio aquí, que no consiste más que en lo que aquí decimos con las pobres palabras del Evangelio: «estar con él».

En fin, hay que tener cuidado porque nuestro pensamiento no es capaz de captar en un mismo instante los diversos aspectos de una realidad que es compleja en sí misma. Así, después de acentuar que el sacerdocio se define antes que nada por una relación específica con Cristo, después debemos considerar que el «estar con él» es también, en esta vida, participar de su misión, de la Misión de Cristo, que su amor eterno lleva las marcas eternas de sus trabajos por nosotros, es decir, del amor que le lleva a predicar, a curar, a perdonar y a asociar a este amor que labora a los suyos. Ese amor no es dejado atrás tras la resurrección porque brilla eternamente en sus llagas gloriosas. Del mismo modo, nuestros trabajos por el Evangelio, nuestros esfuerzos y sacrificios también forman parte de nuestra respuesta a su amor y tampoco quedarán olvidados o anegados en la vida eterna, como si ya no fuesen importantes. Nada de eso. Igual que son gloriosas las llagas de Cristo, serán gloriosas nuestras fatigas, cansancios y sacrificios por anunciar el Evangelio, por llevarle a él. No quiero hacer de menos las labores propias del sacerdocio al que sois llamados. Pero quiero que caigáis en la cuenta de que si tienen valor es por la vinculación con quien os llama a estar con él. Predicaréis durante un tiempo, estaréis con él toda la eternidad. Podréis dedicaros al servicio del Pueblo de Dios durante unos años, pero el tiempo de vuestro sacerdocio no es el de estos años de trabajo, sino la eternidad. El sacerdocio, que implica el sacrificio en el tiempo, se define por una unión con Cristo, que no tiene tiempo.

¿Qué significa esto? Que nuestra vida está en la eternidad. La eternidad nos da la medida y el valor de esta vida de ahora. El cielo nos da la medida y el valor de la tierra. Y el cielo y la eternidad es la compañía de Cristo. Hablando de la fecundidad de la primitiva Iglesia, comenta el beato Newman: «Fue la idea de Cristo, no una corporación o una doctrina, lo que inspiró el celo… Y fue la idea de Cristo lo que llenó de vida la promesa de aquella eternidad que sin él sería en cualquier alma nada más que un peso intolerable»[1]. Nuestra vida, nuestra vida verdadera, está en la eternidad, nuestra vida está en el cielo. La medida y la norma de nuestro sacerdocio hemos de tomarlo de allí y allí nos debemos encaminar.

P. Enrique Santayana C.O.

[1] JOHN HENRY NEWMAN, El asentimiento Religioso (Herder, Barcelona 1960 ) 400.

Archivos:
Implicaciones de la doctrina del carácter en el sacramento del orden sobre la vida y la espiritualidad sacerdotal.
Fecha-1467Domingo, 24 Febrero 2019 19:56
Tamaño del Archivo-1467 94.74 KB
Descargar-1467 1,015

joomplu:2420